Si uno no está acostumbrado a mirarse en el espejo es posible que la primera vez que lo haga se lleve un buen susto. Así lo han parodiado en diversas películas mostrando a buhoneros que intercambiaban espejitos con indígenas que consideraban estúpidos. Siempre me hicieron gracia esas imágenes estereotipadas e ignorantes del hecho de que cualquiera ha podido ver su rostro reflejado en el agua o en cualquier otra superficie reflectante. Pero esa “bromita cultural” sí que señala un hecho: uno puede asustarse si descubre su verdadera imagen; lo que verdaderamente es y que a menudo permanece oculto para sí mismo.

Por eso aunque fácilmente vemos la paja (que a veces ni llega a brizna) en el ojo ajeno, fácilmente desconocemos las vigas que hay en el nuestro. Para algunos adentrarse en el propio interior es como visitar la casa de los horrores. Pero hay que hacerlo. Los niños acostumbran a hacerlo acompañados de sus padres que, aunque también se llevan más de un susto, comprenden la situación y hacen que sus hijos sean valientes. El interior de uno es más complejo. Pero también hay que entrar. Es bueno hacerlo acompañado de Alguien, de Cristo, para no asustarse más de la cuenta y poder reconocer lo bueno y lo malo de uno y, sobre todo, para encontrar una salida.

Digo que hay que entrar con Cristo porque, como Él mismo nos dice, “un ciego no puede guiar a otro ciego”. Por eso resulta siempre curioso saber a quien pide uno consejo y si verdaderamente lo hace. Últimamente a quien me consulta le reclamo cincuenta euros y sólo se los devuelvo si me hace caso. De no ser así los entrego como limosna. Estoy harto de quien sólo quiere confirmarse en sus propias ideas y hacerte su cómplice. Porque la tentación de dejarse arrastrar por quien ve lo mismo que tú es muy grande. Nos pasa a todos.  Lo mismo sucede con quienes empiezan a caminar y, de repente, se creen más sabios que nadie. Acaba siendo un desastre. Siempre hay Quien puede enseñarnos, siempre queda la Iglesia, siempre existe esa luz en nuestro corazón que nos permite reconocer a los verdaderos maestros para que nos instruyan.

Leyendo este Evangelio me viene a la memoria el ejemplo de san Ignacio y el duro trabajo que realizó para conocerse a sí mismo y la acción de Dios en él. De su carisma nacieron multitud de personas, directores, que ayudaron a otros en ese mismo camino. Y no dejan de existir personas que pueden ayudarnos. Hemos de pedir ayuda al Señor para conocer de verdad nuestro interior, lo que hay de bueno y lo que hay de malo. Y para poder secundar las mociones de la gracia. Se trata de una tarea ardua pero edificante. Una de las lamentables alternativas es sino dedicarnos a ver los defectos de los demás, que siempre serán mayores para nosotros porque los miraremos con el ojo deformado por esa viga (nuestro propio pecado), que como los espejos de la calle del Gato de la obra de Valle Inclán lo deforman todo. Entonces ya no hay realidad sino esperpento.

Que la Virgen María nos guíe por el camino de su Hijo para que podamos conocernos sin miedo y, sobre todo, seamos capaces de reconocer el gran amor que el Señor nos tiene a pesar de nuestras pequeñeces.