En el Evangelio de hoy nos encontramos con una serie de sentencias del Señor. Cada una de ellas puede dar para un largo comentario. Son como una serie de dichos de sabiduría pero con la particularidad de que van vinculadas a la persona de Jesús. Por eso lo primero en lo que pienso es que la vida, también la cristiana, no puede reducirse a una serie de procedimientos que, de llevarse a cabo de la manera adecuada, darán el resultado esperado. La vida cristiana pasa por el encuentro con una persona: Jesucristo y, en base a esa relación se construye todo.

El cimiento de todo es la relación con el Señor. Él la establece con nosotros. Pensemos, por ejemplo, en el gran don del Bautismo, por el que somos incorporados a la familia de los hijos de Dios. En ese sacramento se expresa una elección de Dios y una transformación de cada uno de nosotros por la gracia. A ella correspondemos nosotros con nuestra respuesta personal, queriendo vivir ese gran don: sabiéndonos hijos y amigos suyos. De ahí que no baste con proclamarse seguidores del Señor sino que hay que dar la prueba de la amistad, que es hacer lo que Él nos enseña: cumplir su voluntad.

Toda la vida cristiana se construye sobre esa relación. Si falta el trato con el Señor, fundamentalmente mediante los sacramentos y la oración, lo que se construya puede resultar muy aparente, pero no será sólido. Alguno puede argumentar diciendo que hay personas que parecen muy piadosas pero que no viven la caridad. Está claro, entonces, que allí tampoco se da una verdadera relación con Él.

Jesús se refiere también a la verdad del corazón. Al final las obras de cada uno llevan la marca de las intenciones interiores. El corazón transformado por el amor de Cristo realiza obras de amor, el que no está consumido por ese amor no lo hace. Para nosotros no siempre es fácil distinguir el valor de las obras, pero está claro que una vida y una acción no se sostienen en el tiempo en base a esfuerzos voluntaristas. Al final cada cual actúa según lo que es y es lo que ama. San Agustín, con frase sucinta, señalaba que si amamos el mundo somos mundo y si amamos a Dios nos hacemos herederos del cielo. Y por eso decía que el amor es lo que determina nuestro peso, lo que somos, lo que valemos.

En la primera lectura encontramos como esta enseñanza del Señor se realiza en la vida de san Pablo. Dice que para él anunciar el evangelio es la misma ganancia. No lo hace por gusto sino para cumplir el mandato del Señor, la vocación que ha recibido. Y en ello mismo encuentra su alegría. No se da una división del tipo voy a cumplir la voluntad de Dios pero, como es exigente o pesada, además voy a buscar algo que me compense ese esfuerzo. No, el premio está en la misma misión, en la configuración con Jesús y en llevar a término el trabajo que tiene encomendado. También cada uno de nosotros encuentra su felicidad en seguir las enseñanzas del Señor. El amor de Jesús nos lleva también a experimentar la plena alegría.

Que María Inmaculada nos ayude a cumplir, como ella, la voluntad de Dios.