1Co 11,17-26.33; Sal 39; Lu 7,1-10

En la lectura de Corintios encontramos un relato de la institución de la eucaristía. El primero. Pablo lo ha recibido por tradición. Como nosotros. Una tradición que procede del Señor. Como acontece con todo el NT. Y la exponente y transmisora de esta tradición, entonces como ahora, es la propia Iglesia. Él, Pablo, nos la ha transmitido, y nosotros también la transmitimos. Esta continuidad en las palabras y en los hechos litúrgicos, en los modos en que se hace, que repetimos una y otra vez, proclamando la muerte salvadora del Seños hasta que vuelva,  es lo que conforma para nosotros el sacramento eucarístico. Pan y vino, pura materia que nosotros obramos, se hace para nosotros no sólo recuerdo, sino proclamación realista de aquella muerte. Hacemos memoria. ¿Sólo de una palabra y de unos gestos que se van perdiendo en la lejanía? No, pues celebramos aquel sacrificio, en el que Jesús nos regaló su cuerpo y su sangre como alimento y como bebida. ¿De modo más o menos simbólico? Tampoco, pues realizando en toda su inmensa crudeza lo que entonces aconteció comemos y bebemos lo que es su cuerpo y su sangre. Esa proclamación nos pone delante del sacrificio de la cruz, en el que Jesús se ofreció por nosotros, mejor, ofreció su cuerpo y su sangre por nosotros, para ofrendarlos de nuevo, una y otra vez, por nosotros los que hacemos memoria de él. Este sacramento del que comemos y bebemos es causa de nuestra salvación. El comer de ese pan y el beber de ese cáliz, por ello, es sello de la alianza definitiva que establece con nosotros. La estricta materia del pan y del vino, pura obración nuestra, se hace sacramento de nuestra vida, porque comiendo de él comemos el cuerpo y la sangre de Cristo. Se juega acá el misterio de la Iglesia, que se eleva sobre tal cimiento eucarístico. Voz de Cristo en la Iglesia. Realidad de Cristo en la Iglesia. En la que bebemos y comemos nuestra propia salvación, haciéndonos cuerpo de su cuerpo y sangre de su sangre. Misterio genial de la sacramentalidad de la carne. Esa memoria, pues, es pura Iglesia de Cristo.

¿Todo ello porque nosotros somos dignos? Al contrario, no soy digno de que entres en mi casa, pronuncio con el centurión. Ni siquiera soy digno de acercarme a ti. También él lo hace por personas interpuestas. La palabra que llega a Jesús es, así, palabra de Iglesia. Es la comunidad de los creyentes quien acoge al centurión y su demanda. Puede hacerlo porque, aunque pagano, se acerca a Jesús rendido por su fe. Ni su dignidad ni su imperio le dan derecho a ese acercamiento. No soy digno de que entres en mi casa, pero porque creo en la sacramentalidad de tu palabra, de tus gestos, de tu misericordia, la fe en ti me acerca a quienes celebran el sacramento de tu muerte y resurrección. De quienes hacen memoria sacramental de ti. Y con ellos, aunque no soy digno de que entres en mi casa, como repetimos una y otra vez antes de comer su carne y beber su sangre, que la memoria de la Iglesia nos regala, me acercaré a tu mesa para recibirte como alimento y como bebida. Antes de participar en ese sacrificio en el que te das a nosotros para nuestra salvación, mi fe me acercó a la celebración de tan gran misterio, y la Iglesia me regaló tu cuerpo y tu sangre.