Núm 21,4b-9; Sal 77; Ju 3,13-17

Qué extraña lectura la del libro de los Números: la serpiente venenosa levantada sobre un estandarte, para que los mordidos de serpientes queden curados al mirarla. ¿Cómo entender este episodio del AT cuando nosotros lo leemos ahora? Sólo sabemos de otro que haya sido levantado sobre un estandarte para que todos lo podamos mirar cuando las serpientes del pecado, de la angustia, de la desesperanza, del sufrimiento, nos muerdan: la cruz de Cristo.

Fiesta de gran tradición; se celebraba en Jerusalén en el siglo V. Cuando llegó la paz para los cristianos con Constantino, buscaron el leño de la cruz. Creyeron encontrarla en el lugar en donde la tradición decía que estuvo el Gólgota. Fue un relámpago que iluminó el cielo. Desde entonces, la cruz, el leño de la cruz, la madera santa, se convirtió en el signo público y privado de los cristianos. El signo de la cruz.

Ahí está; ahí lo tenemos. También nosotros, mordidos por las serpientes dirigimos nuestra mirada a ella, pues ahí está clavado nuestro Redentor, quien murió por nosotros, para redimirnos de todas las mordidas. Moisés levantó aquel estandarte en el desierto, Jesús dice a Nicodemo que ahora, de la misma manera, el Hijo del hombre tiene que ser elevado en la cruz. ¿Por qué?, ¿por qué ese lugar de infamia?, ¿por qué esa analogía pavorosa con la serpiente venenosa? Porque allí, en lo alto del madero, Jesús asume todas nuestras idolatrías, todos nuestros pecados; pero también todos nuestros sufrimientos y decepciones, que lo deforman, haciendo de él carne de serpiente venenosa, carne de pecado, carne de idolatría, carne de sufrimiento, carne de decepción. Todo lo hace suyo, deformando su propia carne, carne de Dios, entregando su vida y su diáfana limpieza por nuestra salvación, para que se borren nuestros pecados y nuestras idolatrías y nuestros sufrimientos y nuestros desfallecimientos. La condición es aceptar ser levantado en lo alto del estandarte del leño. Cuerpo transido por el pecado, por nuestro pecado, él, cordero inocente, que muere en la cruz por nosotros, para que así en él tengamos vida eterna.

Antes había una palabra preciosa que calificaba esta fiesta, era la ‘invención’ de la cruz. No porque pensaran que la cruz es una pura invención mitológica que producimos para echar sobre ella los furiosos venenos de las mordidas que nos atenazan. Porque nos encontramos de sopetón con ella. Porque es un tremendo misterio de amor, en la que se nos inventa una vida nueva; porque es el portillo que nos abre el ámbito infinito de la gracia y de la misericordia de Dios. Porque la cruz es señal, no de condena sino de redención. Misterio de amor de Dios al mundo; fijaos en la osadía de Juan, no sólo amor a nosotros, sino amor al mundo, ese mundo que lo rechaza y se rebela contra él. Para que el mundo no sea ocasión de perdición, sino lugar en donde reina la cruz de Cristo. Para que el mundo se salve por su Hijo, muerto en la cruz. Sorprende que cuando esperaríamos que hablara de nosotros, Juan, que suele mostrar una cara tan negra del mundo, hable de este: para que el mundo se salve por él. La cruz es, así, salvación para todos; salvación para todo.

El prefacio compara de manera muy hermosa el árbol de la cruz con el de nuestros primeros padres: para que donde tuvo origen la muerte, resurja la vida, y el que venció en un árbol, en un árbol sea vencido.