1Co 15,1-11; Sal 117; Lu 7, 36-50

¿Cada uno el suyo?, ¿cada quién el que le apetece?, ¿según la ideología en la que quiera asentarse y de donde tome las gafas para leerlo?, ¿el que quiera ser el evangelio “de los míos”? Al menos san Pablo, con toda su fuerza, que es mucha, nos dice de modo muy tajante que las cosas no son así. Es él quien proclama el Evangelio, el mismo que los otros apóstoles proclaman también, y somos nosotros los que lo aceptamos, y es en él donde estamos fundados. Ningún otro. Y san Pablo, con esa retórica maravillosa con la que siempre nos convence, nos señala lo que él nos transmitió, tal como él lo había recibido, presentándonos un breve bosquejo de donde está el meollo de lo que creemos  y cómo circula la manera en que ello nos ha sido transmitido. Una transmisión eclesial, pues. La gracia de Dios trabajó en él y en los demás apóstoles, y es la misma gracia de Dios la que trabaja en nosotros.

¿Significa tal cosa que todos somos uno? Muy desgraciadamente, es obvio que no. Ahí está tan purulenta la división de las Iglesia, y ahí están a la vista las divisiones dentro de la Iglesia. Mas en nosotros debe darse un gradiente de unidad y no de dispersión, una conjunción de fuerzas centrípetas que nos hagan uno —¡como el Padre y yo somos uno!—, y no de fuerzas centrífugas que nos desmigajen en cada uno como quiera, con sus “nuestros”. Uno es el que ha muerto por todos, y es él, únicamente él, quien nos salva.

La escena maravillosa que nos describe Lucas nos alerta de cuál debe ser nuestra manera de acercarnos a Cristo. Nunca como el fariseo, tan pagado de sí mismo, tan orondo de haberle recibido en su casa, porque es él quien ha puesto las condiciones de la invitación: no me pusiste agua para los pies, no me ungiste la cabeza con ungüento. No me aceptaste en lo que soy; simplemente, te echaste un farol conmigo. Qué distinta la conducta de la mujer. Pecadora, se nos dice, como todos sabían en la ciudad. Su fe en Jesús le hace entrar en donde no estaba invitada, en donde querían retener a Jesús, recostado a la mesa, en lo suyo, en lo de los suyos, para hacerlo uno de los “nuestros”. La mujer pecadora rompe su cuadro: si fuera profeta, se dice, sabría quién es esta mujer.  Ha venido con un frasco de perfume, muy caro —de ello se quejará con profunda amargura otro de los “suyos”, el Iscariote—, se coloca en el lado de los pies, llorando. ¿Por qué llorando? Por la fuerza de su desacato, la emoción de su fe, la ternura de su acto, la conciencia de sus pecados.  Y se puso a regarle los pies con sus lágrimas, a él, que no había recibido agua para limpiárselos, como era de regla en las invitaciones, y se los enjugaba con sus cabellos, preludiando otro emocionante lavatorio de pies, el de la cena última. Los cubría de besos, como aquella —¿ella misma?, no lo sabemos, será san Gregorio quien una todos los personajes en una única Magdalena— que se agarrará a sus piernas cuando comprende que es el Resucitado.

Sí, Jesús sabía muy bien quién era esa mujer. Tus pecados están perdonados. Tu fe te ha salvado. Vete en paz.

La mujer pecadora es signo y metáfora del gradiente de quien se acerca a Cristo.