1Co 15,35-37.42-49; Sal 55; Lu 8, 4-15

Las exclamaciones de Pablo, ¡necio!, ¿cómo lo habremos de saber?, tienen que ver con las semillas, que mueren, pero es entonces cuando reciben vida nueva, vida eterna. Se siembra lo corruptible, lo miserable, y se resucita incorruptible y glorioso. ¿Cómo saberlo? Se siembra cuerpo animal y se resucita cuerpo espiritual. Porque el último Adán, Jesús, es un espíritu que da vida. Primero lo animal, después lo espiritual. Primero, hombre de la tierra; pero el segundo hombre es del cielo. Tampoco lo sabe Pablo, y se expresa como puede, en la perplejidad, en lo que parece poco seguro, casi contradictorio. Porque ese cuerpo espiritual no es alma inmortal, pues entonces no hablaríamos de resurrección de la carne. Somos, sin duda, imagen del hombre terreno, Adán; seremos también imagen del hombre celestial, Jesús, el Resucitado, que nos ha abierto la vía de nuestra propia resurrección.

Es verdad que Pablo no nos deja nada claro lo que se trae entre manos, la resurrección, pero sí queda seguro cómo estamos en el camino del Resucitado, que nos abrió en la cruz. El salmo nos indica también algo, cuando nos hace repetir una y otra vez que caminaremos en presencia de Dios a la luz de la vida. ¿Un caminar sólo de ahora, de este corto valle de lágrimas? No, pues no sería digno de Dios. Ese caminar lo será por siempre, pues siempre nos marcará vida. ¿Cómo podríamos decirnos que Dios está con nosotros ahora, un poquito, pero que luego nos abandonará de su mano en la nada del no-ser? ¿Seguiríamos a Jesús, nuestro Redentor, muerto en cruz por nosotros y por nuestros pecados, para, finalmente, quedar en nada? Cosa bien rara. Encarnación, vida pública de predicación del Reino, muerte en cruz, resurrección, ascensión a los cielos y envío del Espíritu Santo de modo que, aposentado en el hondón de nuestros gritos, grita por nosotros: Abba, Padre, todo eso para luego quedar en pura nada. Sería como una gran broma pesada que Dios, nuestro Padre, nos jugaría, y lo que es aún peor, se jugaría a sí mismo.  La finalidad última de la creación y de nuestro ser a imagen y semejanza quedaría en la pura nadería. Como si se tratara de un juego de niños alelados. ¿Para qué tanto sufrimiento, tantos sudores como de sangre, tantas exclamaciones de por qué me has abandonado?, ¿para qué la muerte en cruz, y todo el resto? No tendría sentido, fuera de, quizá, endulzarnos nuestro valle de lágrimas con fantásticas ilusiones de una vida virtual, cuando, sin embargo, estaríamos destinados desde siempre al embudo de la nada y del no-ser. ¿Un juego de Dios consigo mismo? No, porque habría sido jugar con nuestra esperanza, con la fe en el Señor, con la afirmación de que Dios es amor. Si Jesús no ha resucitado, todo esto no tiene sentido. Pero si, redimidos por su muerte en cruz, nosotros no resucitáramos también, todo terminaría por ser de parte de Dios una insensata tomadura de pelo.

La semilla de la que nos habla Jesús en la parábola del sembrador es la Palabra de Dios. Fructificará en vida de resucitado. ¡Ah!, pero nos toca laborar para preparar la tierra en que se siembra. Redimidos, trabajaremos el campo para que esa Palabra fructifique, en nosotros y en nuestra predicación. Porque el reino de Dios no es un gozar de unos pocos escogidos; elegidos desde la creación del mundo. La redención es para todos. Hace unos días veíamos que incluso también lo es para el mundo.