Ecle 1,2-11; Sal 89; Lu 9, 7-9

Uno de los personajes más bochornosos de los que aparecen en los relatos evangélicos es el del virrey Herodes. Más que personaje, habría que decir personajillo. Pinchauvas y viejoverde. Mandó cortar la cabeza de Juan el Bautista sin quererlo de verdad, por un que no digan de mí. Y ahora nos lo encontramos con ganas de ver también a Jesús, pues oye muchas cosas de él. Le lleva la curiosidad, seguramente medio religiosa. Llegará el momento en que, por fin, lo tenga delante, en ese continuo ir y venir entre autoridades de medio pelo, pero con poder, que se va a dar en la pasión. Ahí lo tendrá, delante de sí. Anda, pues, háblame ahora; pero Jesús en una dignidad infinita permanecerá en un mutismo total. Llama la atención, Jesús no tiene nada que decir a esas autoridades de chica y nabo, capaces de cometer la mayor de las injusticias, y sabiéndolo además, dueños de la vida y de la muerte de sus semejantes.

Lo suyo era eso, no saber a qué atenerse. Al menos escribas y fariseos tenían las cosas muy claras, y actuarán con completa seguridad en lo que hacen. Para ellos, tildados de sepulcros blanqueados, de hipócritas redomados, las cosas estarán muy claras: irán a por Jesús, a muerte, hasta conseguir para él la condena en la cruz. Herodes, en cambio, es un personaje relleno de mera vanidad; hasta incluso esta es de poca monta. No merece la condena, sino el silencio.

Personajes como él para nada sirven, no son sino vanidad de vanidades, todo vanidad. En medio de la condena y del oprobio, a ellos les gustaría ser mejores, les gustaría que Jesús les hablara, pues han oído cosas hermosas sobre él. Mas sin arriesgarse, claro. Hay que ver el conjunto de las circunstancias. Ya me gustaría interceder, pero tal como están las cosas, imposible.

Escuchar al viejo autor del libro del Eclesiastés nos deja un poco corridos. Tiene demasiados años para nosotros, ha visto todo lo que había y más, todo lo ha calificado con un pisch, un rictus de cansancio y de estar ya de vuelta. Sorprende encontrar estas páginas en el AT, aunque sorprende aún más que las leamos en nuestras celebraciones. Por otro lado, es una llamada al realismo más intrépido. Mira las cosas desde nosotros mismos, como para dejar tiempo y espacio a una mirada distinta, la que nos refiere a nuestro Dios. Tranquiliza nuestra vida de tantos correteos, de tantas congojas, de tantas ilusiones que resultan ser pura vanidad. Nos hace ver la facilidad con que nos engañamos, creyendo que esta y la otra batalla nos es decisiva, que ahí nos la jugamos definitivamente. Lo suyo es una llamada a no caer en las prisas, en el engaño de nuestro pequeño yo; por eso, a dejar un espacio abierto a nuestro Dios. Todo lo demás, todo lo que nos pone nerviosos, lo que nos llena de grandes ansias, lo que nos parece de necesaria obligación, nos hace ver que es pura vanidad, buñuelos de aire. Nos relativiza en nuestra propia acción. Nos hace ver, finalmente, que el centro de los nuestro, de nuestra vida, de nuestro pensamiento y acción, sólo puede estar en otro lugar, en el espacio de Dios.

La conjunción de ambos textos en la celebración de hoy parece querer decirnos que las posturas herodianas son especialmente nocivas, necesariamente vanidosas, pura vanidad de vanidades, todo vanidad. Porque el genial Paulo, salió de entre los fariseos; de entre los herodianos, nadie.