Ecle 3,1-11; Sal 143; Lu 9, 18-22

Porque si hay un tiempo de todo, como tan bellamente nos dice el Eclesiastés, también hay un tiempo para la proclamación y hay un tiempo para la alegría. ¿Habrá diferencia entre un ‘tiempo de’ y un ‘tiempo para’? Entre sus infinitas diversidades, tiempo de proclamar y tiempo de alegrarse, de vivir nuestras cosas sin atosigues, con prudencia y sosiego, porque hay tiempo de todo si uno lo sabe administrar bien, lo cual es un sabroso consejo de quien ve las cosas desde el arriba de la vejez, o ¿tiempo para la proclamación y tiempo para la alegría? Porque, no lo olvidaremos, ese sosiego de vida que se nos aconseja, parece ser desbaratado por la pregunta de Jesús: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?

Verdad es que el consejo del anciano, tan fastuosamente bello en la literatura que nos lo transmite, quiere ordenar nuestras vivencias, de no dejarnos arrebolar por las escaseces del tiempo presente, que parece ser ahogado por las premuras. No sea así en nuestra vida, pues tenemos tiempo de todo. Y es verdad. Debemos ser conscientes de la distribución del tiempo a lo largo de la vida, sin dejarnos aturullar por las premuras de lo último que nos acontece y nos sojuzga. Debemos elevar siempre nuestra mirada a los otros tiempos, a los mas allás, y no dejarnos empecinar en meros embotellamientos del momento, como si eso terminara por ser el todo de nuestra vida. Dios todo lo hizo hermoso en su sazón. Veámoslo y disfrutemos de ello. Seamos capaces de vivir nuestra vida en la hermosura de su pequeñez, que nos ha sido dada por el Señor. Seamos capaces de vivir en el detalle de lo que nos va aconteciendo, lo que nos hace vivir en el tiempo de reír y en el tiempo de llorar; no riamos en el tiempo del llorar ni lloremos en el tiempo del reír. Seamos cachazudos con nuestro tiempo, viendo que, efectivamente, tenemos tiempo de todo. Sabio consejo de quien ya ha visto de todo, de quien lo ha visto todo, y no se deja arrastrar por las furias de lo que nos va aconteciendo, sino que, en su prudente sensatez, va viviendo la conjunción de sus tiempos.

Pero, nos insiste Jesús en el evangelio: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? La pregunta nos sofoca, porque nos deja fuera de ese haber adquirido ya la sensatez que nos transmitía el anciano consejero. Esa pregunta nos apremia, apresura nuestra vida. Nos saca de los tiempos, tan diversos, tan calmosos, para precipitarnos en la decisión de un encuentro: el de Cristo. ¿Quién eres, Señor, dime quién eres? Andaba ya tan feliz programando mis tiempos con objeto de tener tiempo de todo, y con esa pregunta me apresuras, queriendo que responda con una confesión que ha de trastocar mi vida para siempre. Porque, con Pedro, diré: Tú eres el Mesías de Dios, con lo cual, a partir de ahora, nuestro tiempo será ya tiempo para la proclamación, una vez que hayamos visto el tiempo de la terrible pasión y muerte en cruz. Y, luego, tiempo para la alegría de la resurrección.

Jesús, con esa pregunta, y con nuestra respuesta, se hace por entero con nuestra vida. Nuestro tiempo deja ahora de ser ‘tiempo de’, aunque nunca debamos olvidar el sabio consejo del anciano, para convertirse en ‘tiempo para’. Tiempo para el Señor. Tiempo para la proclamación de nuestra respuesta por el mundo entero. Tiempo para la inmensa alegría de saber que estamos salvados, y que se nos regala el tiempo eterno.