Ecles 1199-12,8; Sal 89; Lu 9, 43b-45

El anciano del Eclesiastés sigue haciéndonos disfrutar con sus soberanos consejos. Es tan apretada nuestra vida en el mundo en el que estamos inmersos, que debemos poner nuestros oídos a lo que el Qohelet nos enseña. Ni es tonto nuestro consejero ni nos quiere engañar. La juventud es una enfermedad que dura poco. Llegará el día del temblor, cuando nuestra espina se encorvará y nos ofuscaremos con lo que veamos. Hasta el canto de los pájaros se debilitará. Darán miedo las alturas y rondarán los terrores. Porque todos marchamos a la morada eterna, y el cortejo fúnebre recorre las calles. Ante tantas cosas, el espíritu volverá a su Dios. Vanidad de vanidades, repite el Qohelet, todo es vanidad. ¿Qué le ha pasado a nuestro maravilloso consejero?, ¿ha caído sobre él la vejez, el desengaño, el sufrimiento y la cercanía de la muerte?, ¿no nos dejará vivir la alegría, embadurnando nuestro tiempo para ella? De pronto, el horizonte se ennegrece de manera asombrosa, pues parecíamos habernos acostumbrado ya a la inmensa diversidad de nuestros tiempos. ¿Será, finalmente, que el tiempo de morir se sobrepone a todos los demás? ¿Dónde queda, pues, el realismo estoico del viejo sabio? No podemos olvidar que su escrito forma parte de esa enorme cohorte de los libros de la sabiduría que ocupan una parte brillante del AT. Libros que expresan de modo perfecto la sabiduría polimorfa del Israel de Dios, el cual nunca dejó de ser un pueblo que buscaba el saber y, a la vez, de ser el pueblo de la Alianza; el pueblo elegido. Encontramos eco de ello en el NT, cuando nos habla de los escribas, no siempre partidarios de Jesús, los cuales es bueno distinguir con claridad de los fariseos, quienes estaban entonces desarrollando un nuevo y meticuloso saber, mucho más cercano a los libros sagrados, en donde encontramos la Ley.

Por si habíamos quedado un poco virojos con los consejos del noble anciano, la sabiduría del salmo nos vuelve al Señor: él es nuestro refugio y lo ha sido de generación en generación. De él nos viene la misericordia y el consuelo cuando los tiempos, como al Qohelet, se nos avinagran, y las rodillas nos flaquean. Cuando avistamos la muerte, que parece querer rondarnos. Es verdad que él nos reduce a polvo, pero hemos de recordar al Señor que fue él quien nos hizo del polvo de la tierra.

En este ronronear de la sabiduría quiere Jesús meternos bien una cosa en la cabeza: al Hijo del hombre lo van a entregar en manos de los hombres. No nos hagamos ilusiones ni sobre el ‘tiempo de todo’ que disponemos en nuestra vida ni sobre las rodillas que nos flaquean, porque el quicio de nuestra subsistencia está en otro lugar; tiene otros horizontes. El encuentro con Jesús y nuestra decisión, en la gracia, de seguirle allá por donde quiere llevarnos, tras la confesión de que es el Mesías de Dios, nos pone ante una afirmación que nos cuesta aceptar, que no entendemos, pero que debemos meter bien en la cabeza. Nada de sabidurías de bonitos colores, pues Jesús será atrapado y clavado en la cruz. ¿Cómo viviremos sus seguidores esta masiva presencia de la maldad, del Malo, entre nosotros, quien, además, parece ganar la batalla definitivamente? ¿Será que la única sabiduría ha de ser la de la cruz? Metedlo bien en la cabeza, insiste Jesús. ¿Nos pasará como a los apóstoles, menos al jovencillo Juan, que, espantados, en un principio nos alejaremos de ella?