Es muy importante aprender el agradecimiento. La escena del evangelio de hoy nos recuerda una situación muy repetida. Como los leprosos nos acordamos de Dios cuando tenemos un problema. Entonces gritamos: “ten compasión de nosotros”. En cambio, cuando todo ya marcha seguimos nuestro camino como si Dios no tuviera nada que ver en nuestra vida.

La lepra es una enfermedad que impedía la vida social. Se la tenía por muy contagiosa y el afectado debía vivir apartado fuera de los pueblos. No era raro que varios enfermos se agruparan para sobrellevar juntos su dolor y malvivir. Podemos ver en la lepra un signo del pecado. El pecado no sólo rompe nuestra relación con Dios sino también con la Iglesia. El pecador queda al margen y corre el peligro, si no rectifica pronto su situación, de acostumbrarse a vivir entre los marginales. Hablamos aquí en sentido metafórico y refiriéndonos a la gracia. En esa situación de malvivir uno pierde el sentido de la verdadera sociabilidad que da la Iglesia y queda fuera de los beneficios de la comunión eclesial. Incluso puede hacer de ello un modo de vida.

De alguna manera quien está en pecado queda separado de Jesucristo. Por eso los leprosos han de gritar desde lejos. A pesar de la distancia Jesús no se desentiende de la petición. El corazón de Dios siempre está atento al menor indicio de conversión y responde con rapidez y sobreabundancia. Jesús los cura y lo hace devolviéndolos a la comunión con la comunidad: “Id a presentaros a los sacerdotes”. En esa norma legal vemos como la reconciliación, si lo aplicamos al ejemplo anterior, pasa por la mediación de la Iglesia. Los enfermos iban al sacerdote quien les analizaba la piel y miraba si quedaban heridas de la enfermedad o, por el contrario, ya estaban sanos. También ahora, en la Nueva Alianza, el perdón pasa por la mediación eclesial. Esta se ejerce fundamentalmente en la confesión realizada ante un sacerdote. Pero también la Iglesia administra las gracias de las indulgencias o, en algunos casos, legisla de modo especial sobre ciertos abusos o faltas.

Los leprosos obedecen inmediatamente al Señor. Ese es un dato positivo. Lo mismo ha hecho, como recuerda la primera lectura, Naamán, a quien Eliseo mandó a bañarse siete veces al Jordán. Pero por el camino quedan curados. Ahí viene lo sorprendente y es que sólo uno, además samaritano, vuelve para dar las gracias. Los demás antepusieron lo ritual y legal a la relación personal con Jesucristo. En cambio el samaritano se dio cuenta de que había alguien que estaba por encima de todo rito y norma: el mismo Jesús. Aquí descubrimos como en todas las acciones de la Iglesia hemos de descubrir al mismo Jesús que actúa. Porque si bien Jesús se nos da a través de la Iglesia, también es cierto que todo en la Iglesia se ordena a una mayor relación con Jesucristo.

Al agradecer aquel hombre alcanzó bienes más grandes. Le dice Jesús: “tu fe te ha salvado”. No sólo fue sanado en su enfermedad física sino también en su corazón. De ahí, en nuestra vida cristiana, de recordar las palabras que hoy nos dirige el apóstol san Pablo: “Haz memoria de Jesucristo, el Señor, resucitado de entre los muertos”. Toda la vida en la Iglesia es con Él y no podemos olvidarlo nunca. Y son tantos y tan continuos los bienes que nos concede que decimos con el salmo: “Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas”.