En la primera lectura de hoy san Pablo habla de los frutos del Espíritu Santo. Según el Catecismo esto son “perfecciones que el Espíritu Santo forma en nosotros, como primicias de la gloria eterna”. Los frutos son diferentes de los dones.

 Por los dones del Espíritu Santo (sabiduría, entendimiento…piedad, temor de Dios), nos disponemos a responder con mayor facilidad a las mociones divinas. Es decir, son perfecciones infundidas por Dios que se ordenan a secundar su voluntad. La vida moral perfecta es conducida por el Espíritu Santo. San Pablo en la primera lectura de hoy se refiere también a ellos indirectamente al contraponer la vida de la carne a la vida del Espíritu. En el pensamiento del Apóstol hay dos aspectos que se unen en fabulosa síntesis. Tenemos la primacía de la gracia. Dios nos da su amor, nos comunica su vida, de manera que podamos comportarnos como Jesús se comportaba. Esa comunicación de vida no anula nuestra libertad. Pero al ser divinizados se nos infunden los dones del Espíritu Santo. En plenitud se encuentran en Jesucristo, quien los derrama sobre todos los miembros de la Iglesia.

Contando con la ayuda de la gracia, que nos transforma de raíz, podemos evitar todo lo que supone vida de pecado y a lo que se refiere san Pablo. Al referirse a las obras de la carne san Pablo enumera numerosos pecados. Aquí no se trata de caer en la cuenta de nuestra debilidad ni nada semejante. San Pablo indica que mientras actuamos según la lógica del pecado lo que hacemos es vivir alejados del Reino de Dios. Construimos otro reino, el de nuestro egoísmo, que se caracteriza por el gozo carnal o la afirmación propia frente a los demás. Se trata de una existencia cerrada a la donación de sí mismo y por lo tanto incapaz de generar vínculos de amor y amistad.

La vida conducida por el Espíritu Santo, que supone una continua apertura de nuestro interior a la gracia divina, para permitir que Dios obre en nosotros, se manifiesta en la caridad. Además deja en cada uno un fruto. A ellos se refiere el Apóstol. Fijémonos en que todos los frutos del Espíritu Santo son interiores: mansedumbre, paz, gozo, amor… Si nos fijamos bien es también lo que más profundamente deseamos, aquello que anhelamos verdaderamente. ¿Cómo se consigue todo eso?

Si son frutos del Espíritu Santo quedan fuera de nuestras fuerzas. Nadie puede decir que va a construir su paz por sí mismo, o que va a estar gozoso porque se lo propone. Los frutos vienen como consecuencia de la vida en sintonía con Dios. Son su consecuencia. El Catecismo, al señalar que son primicia, o prenda, de la gloria, está señalando que a quien vive según la voluntad de Dios se le anticipa de alguna manera el premio. Sí, caminamos hacia la vida eterna, pero ese mismo caminar ya es gozoso. Porque no caminamos por nosotros mismos sino que somos conducidos. Y, a pesar de las dificultades del trayecto, Quien nos guía lo hace con exquisita suavidad. Eso son los dones. Dios nos va llevando y nos va proporcionando del consuelo interior que es superior a todas las fatigas exteriores.