Ecles 35,15b-17.20-22a; Sal 33; 2 Tim 4,6-8,16-18; Lu 18,9-14

Algunas de las parábolas de Jesús, sólo aparecen en Lucas. Nunca las menos interesantes. Quien se acerca a Dios diciendo erguido: ¡ajá!, aquí estoy, justo ante ti, fiel cumplidor de todo lo mandado, más majo que nadie, y, sobre todo, nada parecido a ese inmundo pecador que está allá atrás, lloriqueando, escondido por la turbación de sus muchos pecados, ¿cómo sale de esa estentórea conversación?, ¿justificado? Vomitado de la boca del Señor, que aborrece a gentes como él. Mientras el otro, pecador reconocido como tal por todos y por sí, un publicano —qué de veces gentes de mala vida a quienes el Señor llama con la ternura de su palabra—, se coloca allá al fondo, lleno de la vergüenza de su ser y de su acción, sólo tiene una palabra: perdón, Señor, ten compasión de este pobre pecador. Sin embargo, este, arrecogido por el cariño de Dios, queda justificado.

¿No es una injusticia flagrante este comportamiento del Señor? ¿No es incitarnos al abandono, contando con que, después, su gracia nos justificará? ¿No es mejor la actitud del primero, quien se acerca a Dios con la lección bien aprendido y cumplida con esmero? ¿Por qué los gritos de ese rico, y de tantos ricos, ricos de tantas riquezas, no son escuchados? Dos son las razones. La primera está en que Jesús sabe muy bien que esa actitud desafiante ante Dios encierra cantidad de sepulcros blanqueados. En los evangelios, muy pocos son los comportamientos de Jesús duros, extremosos. Este es uno de ellos. Casi el único. Jesús es de un realismo perfecto al saber que somos hijos del pecado de nuestros primeros padres. Que ese pecado es cosa nuestra y bien nuestra. Que no valen las externalidades de una actitud de humilde soberbia, sino lo que son de verdad nuestras internalidades, aquello que se cuece en el hondón mismo de nuestro corazón, y que él desvela. Que eso es perfectamente conocido por quien es Padre nuestro. No valen engaños. A él no le podemos convencer de lo que no somos. Y no soporta ese pavonearse lleno de mentira. Entonces, ¿es que el Señor se alegra de que seamos todos pecadores? No, es que con humilde humildad nos conoce en lo que somos si nos alejamos de su mano tierna. La llena de gracia recita ante su Señor la razón de su grandeza: que ha mirado la humillación de su esclava. Ahí, en la conjunción de ambas acciones está el misterio del Magnificat. Porque cuando el afligido invoca al Señor, él lo escucha. Y la nuestra es carne de aflicción mientras no se dirige a su Señor, que la hace resplandecer con su gracia misericordiosa; porque toda carne llega a su ser cuando mira su grandeza. En esa mirada está la imagen y la semejanza. No cuando se contempla a sí misma, a lo que cree ser grandioso, no generando sino carne putrefacta, orgullosa; una nada frente a su Creador y Señor.

Una vez más, san Pablo nos hace comprender dónde está nuestra grandeza. Con tu ayuda, Señor, he combatido bien mi combate; he corrido hasta la meta. Así es como tenemos la certeza de lo que nos aguarda en la meta, en donde el Señor, juez justo, espera por nosotros. Fue él quien me ayudó y me dio fuerzas en los azares de mi vida.

Porque los gritos del pobre, Señor, siempre te alcanzan. ¡A ti, pues, sea dada la gloria!