Fil 1,1-11; Sal 110; Lu 14,1-6

Ahí esta el quid de nuestras relaciones, pues estas muestran una comunidad de amor. Cuando la gracia y la paz de Dios, nuestro Padre, que Pablo nos desea en el encabezamiento de su carta, están en nosotros y se convierten en una comunidad de amor, va creciendo entre nosotros una relación que penetra en nuestra sensibilidad y nos hace apreciar los valores que Cristo Jesús nos ofrece. Pues grandes son las obras del Señor con nosotros en medio de la asamblea.

El salmo nos indica cómo las obras del Señor son grandes, y, con ello, nos invita a que las estudien quienes le aman. ¿Qué encontramos en ellas? Esplendor y belleza. Una generosidad sin falla, una conjunción de obras memorables. Veremos, así, cómo es piadoso y clemente con todos; alimenta a quienes le son fieles, y nunca olvida la alianza que hizo con ellos. El suyo es un obrar con fuerza, no sólo con sus seguidores, sino con todos. Tal es lo que el Señor obra en medio de nosotros. Y de él debemos aprender. ¿Cómo lo haremos?, ¿de qué manera podremos nosotros impregnarnos del comportamiento de nuestro Dios? San Pablo nos indica algo decisivo: que somos sus colaboradores, es decir, que haciendo con él lo que él hace, también nosotros participamos en la obra del Evangelio. Así lo hemos realizado desde el principio, señala Pablo, y así deberemos seguir haciéndolo. Somos actores de ese obrar, como lo fueron los apóstoles y los discípulos. Si nosotros no participamos en ella, no habrá obra del Evangelio. Nada depende de nosotros, pero todo pende de nosotros.

¿Dónde, pues, apoyaremos nuestra confianza? En que el Señor ha comenzado en nosotros una obra buena, y que será él quien la lleve adelante en nosotros; hasta el Día de Cristo Jesús, termina Pablo. Porque ese será el día en que vendrá a recoger los frutos que en nosotros sembró. Y le diremos, pero, Señor, ¿qué he hecho yo, si no tengo fuerzas, si vivo en la debilidad, si en nada parezco uno de tus discípulos? Pero, entonces, él nos manifestará: Recuerda el vaso de agua que me diste cuando se lo ofreciste a aquel sediento, pues era a mí a quien se lo dabas. Casi sin darnos cuenta, llegaremos a ese día limpios, irreprochables, cargados de frutos de justicia. ¿Cómo, nosotros? ¿No te confundes, Señor? ¿Seguro que no? No, nos dirá, no me confundo, porque todo ese obrar se nos ofreció por medio de mí, Cristo Jesús, y todo ello tenía una finalidad maravillosa, la gloria y alabanza de Dios.

Frutos y virtudes que el señor hará ver cómo penden de nosotros, porque son nuestras obras, pero, a la vez, nos hará comprender de qué manera es él quien obra en nosotros como el salvador y redentor. Es de él de quien viene la fuerza. Es él quien nos impulsa en esa acción. Porque sin él, sin su gracia y su misericordia, nada pendería de nosotros como fruto granado.

Le espiaban a Jesús cuando un sábado entró para comer en casa de un fariseo muy principal. Porque la fuerza no podía venir de él, sino del cumplimento. Nada de gracia y misericordia, sino atenerse a leyes y mandatos. Porque también nuestros frutos, cuando los haya, deberán ser hijos de la ley. Pero Jesús, siempre de una inteligencia soberana, les hace ver que lo decisivo no es el cumplir, en ello son cuidadosos en extremos para no perder sus posesiones, sino curar a quien necesita de nuestra comunidad de amor.