Ap 7,2-4, 9-14; Sal 23; 1Ju 3,1-3; Mt5,1-12a

Esta fiesta maravillosa nos sumerge de lleno en la liturgia celestial que nos describe el Apocalipsis. Nos hace desde aquí ver el cielo. A los santos que con vestiduras blancas y con palmas en sus manos gritan con voz potente. El Señor ha vencido. La victoria es de nuestro Dios. Lo vemos sentado en su trono de gloria. Junto a él está el Cordero. Muchedumbre inmensa la que canta. De todos los tiempos. De todos los lugares. Porque el reino de Dios que se nos hace Buena Nueva en Jesucristo está alcanzando los confines de la tierra. Son ellos los que predicaron ese reino, los que sufrieron por él, los que lo vivieron; porque el Señor, atendiendo a su fe, vino a por ellos y los condujo por el buen camino, por eso, cargados de sus méritos, llegaron a la patria sagrada, donde esperan el momento de la resurrección de la carne. Son aquellos que, corderos, siguieron la voz de su pastor. Y el Señor los conocía por su nombre. Se encuentran también las ovejas perdidas que desde la perdida lejanía el Señor trajo sobre sus hombros al aprisco de su Iglesia. Son ellos, fijaos, conocemos a muchos. Nos indican el camino. Nos hacen ver cómo su fe en el Señor les cargó con sus méritos, porque él los condujo personalmente a aguas tranquilas, sacándolos de torrenteras turbulentas. Mirad, son ellos. Mirad con detenimiento, pues conocemos a este y el otro. Nos aparecen sus rostros. Mirad, vivieron con nosotros y ahora están celebrando la liturgia del Cordero. Dios los conoce en lo que son; conoce sus rostros de manera personal. Siempre los ha conocido así, del mismo modo que nos conoce a nosotros en nuestro rostro, de manera personal, con nombre y apellidos, conoce nuestros pasos y busca ofrecernos de esos méritos que en nuestra vida nunca dejarían de ser suyos; de ser su regalo. Porque Dios regala su santidad a manos llenas. Simplemente, ahora vemos en aquella celebración a quienes tuvieron la gracia inmensa de su fe, y se dejaron hacer por el Señor. Siguieron el camino que él les presentaba. Camino extraño, quizá, muchas veces camino de obscuridad, y de sufrimiento en tantas ocasiones, pero su camino para ellos, para cada uno el suyo. Como ahora también nos señala nuestro camino, el que él quiere para cada uno de nosotros, pues conoce muestro ser; no nos confunde a unos con otros, sabe de nuestro rostro, de nuestras maneras, de nuestras ventajas, de nuestros peligros. Siempre camino de santidad. El Señor se nos da de lleno por rutas que parecen siempre vericuetos; así ha sido siempre con los santos que celebran la liturgia del Cordero, así es también siempre con nosotros. Nosotros, desde acá, plantados en esta tierra nuestra, celebramos con ellos, en nuestra pequeña liturgia, en nuestra débil oración, en nuestra celebración en la Iglesia, cantamos en lo que podemos con aquellos santos que están junto al altar del cielo, y que vienen de la gran tribulación, pues han lavado y blanqueado sus vestiduras en la sangre del Cordero.

Dichosos los que han tenido esa vida de gracia. Dichosos quienes han vivido la buena aventura de una vida que progresa en los caminos del Señor. Mirad el amor que nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, ¡pues lo somos! Somos ya hijos pero aún no se ha manifestado en nosotros lo que seremos, como ha acontecido ya en ellos, los testigos, lavados en la sangre del Cordero.