Job 19,1.23-27a; Sal 24; Flp 3,20-21; Mc 15,22-28-16,1-6

¿A quién veré? A Dios. ¿Y cuándo lo veré? Tras la muerte. Porque nosotros, ya desde ahora, somos ciudadanos del cielo, y esta ciudadanía, por la gracia y la misericordia de quien siendo nuestro Creador es también, y sobre todo, nuestro Redentor, no se nos arrebatará nunca. Ni la muerte ni el pecado nos la arrebatará, pues aguardamos a un Salvador que viene desde el cielo; desde el seno de misericordia de Dios Padre. ¿Condición humilde la nuestra? Sí, humilde hasta el desencanto y la desolación. Pero él nos transformará siguiendo el modelo de su condición gloriosa. La muerte no será un final, triste, terrorífico, callejón sin salida que nos atrapará en la nada de nuestro propio ser, culmen de una degradación definitiva de nuestra carne. No lo fue con nuestro Salvador, porque la muerte en la cruz, y el quedar enterrado tras la pesada losa, no fue su final definitivo. Cristo resucitó. Resucitó por nosotros; resucitó para nosotros. Y su resurrección, cuando ascendió al seno de amor de su Padre, fue amorosa liberación para nosotros. Liberación de nuestros pecados. Liberación de una muerte que cae en la nada del ser.

Por eso, hoy, con el salmo, le pedimos al Señor que recuerde que su ternura y su misericordia son eternas. Ternura con nosotros los que hoy nos acercamos a él; ternura y misericordia con todos los que ya han muerto, quienes no serán abandonados en el corral de los muertos en espera de su completa pudrición. No han sido, quizá, mejores que nosotros, pero no importa, tenemos la lengua suelta para pedir por ellos al Señor. Para que no los olvide, como tampoco nos olvidará a nosotros. ¿Nos abandonará el Señor? No, como tampoco abandonó a su Hijo en la cruz. Porque Cristo Jesús con un gran grito expiró allá en lo alto, fuera de las puertas de Jerusalén, como apestado, como excluido de la comunidad de los creyentes, como un muerto viviente, para que fuéramos salvados. Nosotros y quienes nos han precedido. Porque tampoco nosotros abandonamos a los que nos han precedido en la muerte. Es una locura la nuestra, pero pedimos por ellos. Es verdad que en ellos, en su vida se cumple aquello de que lo escrito, escrito está. Pero nosotros, con nuestra oración humilde, podemos doblegar la entraña de ternura del Señor, y podemos conseguir que les mire con misericordia, como nos mira de igual manera a nosotros. Podemos conseguir de él, de sus entrañas salvadoras, que él no los olvide, por más que nosotros sí. Nunca te olvidaré. Nunca te olvidaremos. No es verdad, muy pronto, enseguida le olvidamos, los olvidamos. Mas de vez en cuando, y hoy es un día apropiado para ello, día comunitario del recuerdo salvador de quienes ya han muerto, nos acordamos de ellos en el Señor. Y le pedimos que él nunca los olvide. Que siempre sea generoso con ellos, con su memoria. Y su memoria no puede ser sino memoria salvífica. ¿Olvidará su grito desgarrado en la cruz? ¿Olvidará el sufrimiento de su madre y de algunas mujeres amorosas al pie del madero? Porque Dios nunca olvida a los que han muerto, como tampoco nos olvida a nosotros. Nunca olvida a los que se comportaron en su vida mortal como nosotros lo hacemos en nuestra vida mortal, siempre tan inseguros, de continuo tan en el filo que nos haga caer del lado de nuestra perdición. Pero él es un Dios de vivos.