Flp 3,3-8a; Sal 104; Lu 15,1-10

Pablo se sabe judío con toda la fuerza del saber según la carne. Procede de la carne y de la sangre de Abrahán: circuncidado a los ocho días de nacer, israelita de nación, de la tribu de Benjamín, hebreo por los cuatro costados y, por lo que toca a la ley, fariseo. Pero, todo eso, ¿qué es? Pura pérdida, nadería comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Fue cuando su Señor, al que perseguía en su Cuerpo, se le aparece como luz resplandeciente que ilumina su vida entera, revolcó su vida, la pasada, la presente y la futura. Encuentra en él, que está en los más allás de su vida, el punto atractivo que estira de él para siempre con suave suasión. Todo lo anterior quedó perdido para él como pura basura, porque ahora su vida es ganar a Cristo. Dejarse atraer por él y configurar su vida en él. Ahora, toda su vida va a ser un caminar hacia él como el punto de llegada que conforma el presente de su acción, a la que entrega todos los esfuerzos del duro bregar día a día. Tendría motivos para confiar en la carne del pueblo elegido. Podría buscar a Dios en ese confiar, como buen israelita. Todo lo tiene. Su tener es un presente que le ha de durar la vida entera, pues el pueblo de Israel, al que él pertenece como uno de los que más, es presencia de Dios en la humanidad. Así pues, todo le estaría dado. Mas la visión del Señor Jesús, que se le aparece en su camino hacia Damasco, cuajado de odios para quienes quieren destruir esa presencia de Dios, todo lo trastoca. El apóstol de Jesús nace en ese momento por la presencia real del mismo Jesús en su vida. Toda su teología va a mostrar cómo se da esa presencia, de qué manera hace que todo tome un radical rumbo diferente, asombrosamente nuevo. Ahora, el centro de todo su andar, de todo su ser, de todo su pensar, de toda su predicación, es Cristo Jesús que vive en él. Ya no obrará en la pura carne del pueblo elegido, sino en el espíritu de la Buena Noticia. Ya no sulfurará odios a quienes son el Cuerpo de Cristo, sino que se convertirá en motor de comprensión de ese Cuerpo, que es el mismo Jesús, al que él antes perseguía con saña pues pensaba que iba contra Dios, mientras que ahora le busca porque en él se le ofrece la presencia del Espíritu en su vida, en su predicación, en sus comunidades, en sus escritos, en todo su hacer y en su martirio.

Por eso, con él, siguiendo las palabras del salmo, nos alegraremos los que buscamos al Señor. Cantaremos y publicaremos sus maravillas. Porque también nosotros somos estirpe de Abrahán. No según la carne, sino según la fe.

Correremos por el mundo con Pablo para buscar la oveja perdida. Predicaremos la conversión y la redención de los pecados. No trataremos ya sólo de aumentar la carne del pueblo elegido, haciendo crecer el número de los elegidos en la sangre de Abrahán, sabiendo que de ese modo aumentamos la presencia de Dios en el mundo, sino que predicaremos a todos, judíos y gentiles, nuestra salvación por la fe en Jesucristo que nos lleva a la corporalidad de la Iglesia, Cuerpo de Cristo, a través de los sacramentos del Bautismo y de la Eucaristía: de la sacramentalidad de la carne.