Is 11,1-10; Sal 71; Rom 15,4-9; Mt 31-12

¿Qué día?, ¿qué acontecerá en ese día? El día de la venida definitiva de Jesucristo para recoger los frutos del reinado de Dios, frutos de gracia, frutos que pendiendo de él dependen de nosotros, para iniciar con él una vida definitiva en el seno de misericordia del Padre. El día en que Juan el Bautista se nos presenta en el desierto predicando, para que preparemos el camino al Señor, para que allanemos sus senderos. El día en que el mismo Señor nos bautiza con Espíritu Santo y fuego. El día en que se nos enseña cómo las Escrituras se escribieron para que comprendiéramos lo que acontecería en nuestras vidas y en nuestros corazones ese día que está llegando a nosotros. Juego genial entre un pasado que está todavía insertado en la profundidad de nuestra carne, porque leyendo las Escrituras, leyendo a Isaías, vemos cómo se referían a nosotros y a nuestra vida en Cristo, a su gracia, que nos rehace por entero en lo que somos, y un futuro que se está haciendo presente en nosotros con su venida definitiva. Aquellas palabras proféticas, tan antiguas, son palabras nuevas para nosotros; fueron pronunciadas para nosotros. Palabras de un futuro que se refiere a nuestro presente, porque hoy vemos cumplida en nosotros la profecía de Isaías. Porque le venida del Señor tiene consecuencias en nuestra vida. Consecuencias de paz. No más guerras. No más violencias. No más enredos sangrientos. Una paz que se nos dará al final, cuando el Señor vuelva, pero que ya desde ahora nos hace seres de paz y de justicia; desde ahora mismo, desde este domingo del Adviento. Porque el Señor viene a nuestras vidas. Está viniendo. Ya llega. Desde ahora mismo, desde nuestro presente, desde el día de hoy, toma posesión de nuestras vidas para que seamos carne de paz y de justicia; para desterrar el odio y cualquier muro de separación. Para que empecemos a vivirlo en nuestras relaciones de acogida, de servicio, de entendimiento, pues somos ahora una sola voz, una única esperanza, una sola carne. Porque el Espíritu del Señor nos conmueve abrasando nuestro corazón.

Es Cristo Jesús el renuevo del tronco de Jesé; sobre él reposará el espíritu del Señor. Nadie lo quiera poner en duda. En sus días es cuando florecerá la justicia. Será él quien librará al pobre y al desvalido. Mas su bautismo en las aguas de la muerte y su descenso a los mismos infiernos, nos da la vida. Porque en él, el Espíritu reposa sobre nosotros, habitando en nuestro interior más profundo. Somos su templo. Nuestras acciones y nuestras palabras son las suyas. Es él quien discierne en nosotros, y es él quien nos ofrece la inmensa magnitud de la gracia. Gracia que manará del costado abierto de Jesús en la cruz. Por eso, pendiendo todo de él, todo depende de nosotros, de nuestra vida, de nuestro arrepentimiento, de nuestro vaso de agua, de la ternura de nuestra caricia, de nuestrs gestos de paz. Cristo se hizo servidor de los judíos para probar la fidelidad de Dios, nos dice san Pablo, por lo que acoge a los gentiles. También nosotros nos abriremos a judíos y a gentiles. También nosotros derribaremos todo muro de separación y de odio. También nosotros mantendremos la esperanza. Porque ahora, desde el aquí de hoy, vivimos en el allá de su venida definitiva. Aquel día, el día del profeta, es ya nuestro día de hoy. Aquel día, el día de su venida, es ya nuestro día de hoy.