Is 35,1-10; Sal 84; Lu 5,17-26

El futuro se hace presente, porque están brotando aguas en el desierto. Lo cruzará una calzada a la que llamarán Vía Sacra. Todo será distinto. Todo está siendo diferente ahora ya. Gozo y alegría. Maravilla cómo Isaías nos hace levantar la cabeza para ver lo que está viniendo, lo que llega a nosotros. Su profecía nos llena de esperanza. Todo comienza a ser pura novedad en nuestra vida. Porque nuestro Dios viene y nos salvará. Esta viniendo a nuestro presente y comienza a extenderse en nuestra vida la camino sagrado de nuestra salvación. El viejo poeta, enseñándonos el futuro que llega, nos empuja a ser en el presente de nuestra vida. En el desierto de nuestra vida, de nuestro pecado, de nuestras angustias y obscuridades, brotan las aguas. Todo nos está siendo distinto ahora ya. Nos abrimos a la esperanza. Porque nuestro Dios anuncia la paz, y la salvación está cerca de nosotros. Misericordia y fidelidad. Justicia y paz. La fidelidad brota de la tierra. Levantad la cabeza, mirad, que ya viene, que está entre nosotros el poder del Señor. Mirad a vuestro Dios, canta el profeta, que ya llega, trayendo el desquite, porque estábamos inmersos en lo pasado, en la guerra, en la derrota, en el pecado, en la negrura de lo que no tiene porvenir. Mirad, mirad, que ya está aquí. Se despegarán nuestros ojos ciegos, nuestros oídos sordos se abrirán, cantará nuestra lengua muda. Mirad, estamos viendo la belleza de nuestro Dios que llega, rompiendo el yugo de nuestra cautividad.

Hermoso Lucas: el poder del Señor lo impulsaba a curar. No son tiempos de preparación, sino de curación, de perdón de los pecados, de comenzar una vida nueva, distinta. Una vez más queda clara la condición: nuestra fe. Porque Jesús ve la fe de los que introducen por la azotea la camilla del paralítico, pues todo estaba relleno del gentío. Curioso. La norma es que sea la persona que se acerca a Jesús para ser curada, para cambiar lo entero de su vida, para seguirle, quien ve alabada su fe, causa de la curación, del cambio, del seguimiento: es tu fe la que te ha salvado. Quizá, como Zaqueo, corremos a subirnos en la higuera porque somos pequeños y no damos la talla, mas al pasar Jesús nos mira y nos dice: Baja que hoy me hospedaré en tu casa. Tu fe te ha salvado. Siempre la fe. Este es el regalo que hoy se nos ofrece. Podríamos no mirar, ni siquiera por la curiosidad de ver a dónde va aquella muchedumbre; quedarnos indiferentes ante cualquier venida, pues en el fondo de nuestro pozo hemos aceptado como final el terrible constreñimiento de nuestra pequeñez, de la camilla en la que estamos tumbados. Podemos encontrarnos sumidos en el desaliento y la depresión, sin embargo, unos hombres nos traen a Jesús, aunque en circunstancias difíciles, por la azotea. Sorprende la escena: la fe es la de aquellos que llevan al paralítico, pero es a este a quien Jesús se dirige: Hombre, tus pecados están perdonados. Entiende muy bien que en lo profundo de la actitud de ese hombre está la tristeza infinita del alejamiento de Dios y de su poder de gloria y belleza. Tumbado, sin fuerza, sin vida propia, sin imaginación, un muerto viviente. La fe de los otros, de sus porteadores, provoca la intervención del Hijo en su poder para sanar y perdonar: A ti te lo digo. No a los porteadores de la fe, sino a ese por quien ellos han intercedido.