Is 40,1-11; Sal 95; Mt 18,12-14

Son tantas las palabras de violencia, de condena, palabras que asolan nuestra vida, dejándola en una pura tiritona, que esta llamada del profeta de parte del Señor Dios llega a lo profundo del alma. El oficio de la consolación. ¿Por qué el consuelo? ¿Como un engaño que nos someta y nos deje para siempre fuera de toda convicción realista? No, no, no, porque el Señor llega a nosotros con poder y por eso debemos cantar un cántico nuevo, un canto de consolación. Mirad, ya llega. Mirad, que su gloria se acerca a nosotros para salvarnos. Preparemos los caminos para su llegada. Ya llega con la justicia en una mano y con la fidelidad en la otra. No para condenarnos, sino para perdonarnos y salvarnos. Porque nuestro Padre del cielo no quiere que se pierda ni una sola de las ovejas de su Hijo, y dispone que queden a buen recaudo las noventa y nueve para que vaya a por la oveja perdida. Cuando le veamos llegar, pues, sabremos que su venida es de consolación, no de castigo. Mirad, que ya llega, viene a salvarnos. Viene a llevarnos sobre los hombros a su aprisco. Mira también él la lejanía de los caminos para ver cuándo nos acercamos, buscándole, para ofrecernos su perdón. No quiere condena, sino salvación. ¿Cómo, pues? No estoy seguro de haber hecho nada que merezca ese cariño por su parte, ese cargarme en sus hombros. A lo más, una nostalgia de lo que pudiera ser caso de estar en sus brazos, pero me he ido tan lejos, lo he abandonado de modo tan inexorable que me creí sin remedio. Pero no, no, no, ved que ya viene, que ya está ahí. Solo necesito quien me consuele y me haga ver que esa melancolía por lo perdido, que me ha hecho pensar cómo todo mi camino sería de condena, se convierte en certeza de su venida. Mirad, que ya viene. Mirad, que el mensaje de su profeta es de consuelo, porque viene con la justicia de su inmensa misericordia, con la gloria de su gracia. Mira bien, que el Señor no es justiciero y castiga tus faltas en ti y en tus descendientes hasta la tercera o cuarta generación. Lo suyo es el perdón y la ternura.

Consolad, consolad a mi pueblo. No más palabras de condena. Ni siquiera contra quienes nos atosigan con su menosprecio. Porque cuando el Señor se allega a nosotros, como está aconteciendo ahora, sus palabras y sus gestos llegan hasta el hondón de nuestro corazón, de modo que ya solo vemos y sentimos su gracia, su querencia, su misericordia, su consuelo. Malheridos, quizá, enzarzados en hechos de condenación, sumergidos en el mero desprecio, él nos busca, nos encuentra y nos recoge, llevándonos en sus hombros al lugar de nuestro descanso, el aprisco de sus ovejas, quizá también ellas malheridas y condenadas, pero ahora arrecogidas en su redil. Perdidos, quizá, en las inmensas vicisitudes del mundo buscamos un camino de vuelta y las palabras avergonzadas del encuentro, cuando vemos que el Padre se adelanta corriendo por el camino para echarse en nuestros brazos.

Consolad, consolad a mi pueblo, vosotros que sois mis profetas, mis seguidores, mis amigos. Son tantos los que necesitan de ese consuelo. En su enfermedad. En su silencio. En su lejanía. En su abandono. En su pobreza. En su soberbia malquistada. Y hoy el Señor, por medio del profeta Isaías, nos enseña cuál es el camino que debemos tomar con ellos: camino de consuelo y de ternura.