Is 41,13-20; Sañ 144; Mt 11,11-15

Demasiadas veces nuestra vida es un secarral. Nada crece en ella, nada puede prosperar en ella porque le falta el mimo del agua. Hoy, sin embargo, nuestro tan querido profeta Isaías nos susurra al oído, y a los gritos también, por si no nos enteramos, que todo está cambiando, que el Señor va a ser clemente y misericordioso con nosotros. ¿Nos lo merecemos? Pues, mira, no. Lo nuestro es el yermo, el desánimo, el abandono. No temas, nos canta al oído el Señor, nuestro Dios, porque yo estoy contigo, tu redentor es el Santo de Israel; yo soy tu gloria. Te daré fuerzas. Harás paja de las colinas. ¿En tu indigencia buscas agua y no la encuentras? Yo te responderé; nunca te abandonaré. Serás un campo regado. Te sobrará el agua. Todo crecerá en torno a ti. Para que el mundo entero vea y conozca, reflexione y aprenda que mi mano está contigo, que ella lo ha hecho. Que el Santo ha recreado todas las cosas. Por eso, todas las criaturas te daremos gracias, proclamando la gloria y majestad de tu reinado. Un reinado perpetuo.

¿Quién, quién nos susurra en el oído estas palabras de consuelo? Estamos tan decaídos, nos parece todo tan duro, nuestro corazón está tan cerrado, que apenas si podemos concebir que nadie nos susurre palabras de consuelo. ¿Quién, pues, quién eres, Señor? En este tiempo de Adviento nos topamos con Juan. Figura austera y atrayente. Nos grita la conversión mediante la limpieza del agua del bautismo. Sí, sí, pero ¿para qué me sirve esa limpieza que ha de durar tan poco, soterrada bajo el polvoriento camino por el que me arrastro? Se hace violencia contra el reino de Dios. Lo vemos cada día. No sabemos cómo actuar para no dejarnos remolcar por ella. Estamos anegados en la viscosa podredumbre que nos llega al cuello. ¿Cómo salir de esta situación tan dramática? ¿Quién nos sacará de ahí? Ninguna acción nuestra nos pondrá en pie, porque ¿quién se levanta tirando fuerte de sus cabellos? Lo entendemos muy bien, Juan el Bautista era Elías, el arrebatado en el carro de fuego, el que tenía que venir, el que todos esperaban como anunciador de los últimos tiempos; al que todos guardaban una silla vacía en las celebraciones solemnes, por si, al fin, volvía. Mas ¿es esto suficiente para nosotros? Es un anticipo, una señal, cierto, pero falta todavía ese quién que nos va a salvar, que va a hacer que salten las fuentes en el yermo de nuestras vidas. Que nos regale con ellas.

¿Quién es este que ya está llegando? Jesús, el Señor. Viene a nosotros desde ese final que nos salva. Un final que resplandecerá en la cruz. Un final que nos hará llevar desde ahora una vida honrada y religiosa, como nos asegura Pablo en la antífona de comunión. Mirando a Jesús allí donde está, en lo alto, esperamos la aparición gloriosa del gran Dios. Y es en ese mismo momento cuando nacen los manantiales de agua en nuestra vida. En esa mirada a lo por venir se nos da nuestro presente. En esa lectura del pasado profeta se nos prefigura el cumplimiento de la promesa que esperamos. ¿Quién eres, pues, Señor, quién eres?

Maravilla poder celebrar la memoria de un indiecito mejicano, Juan Diego, tan importante en la evangelización del nuevo mundo. Y, cómo no, encontramos allá en medio a la virgen María, como para hacernos ver de qué modo la Madre nos lleva al Hijo.