Is 54,1-10;Sal 29; Lu 7,24-30

Este segundo Isaías, largo y reposado, tan distinto del primero, breve y rompiente, poeta señero, nos llama de parte de Dios a la alegría. Eras estéril, pues bien, ahora tendrás que alargar tu tienda para que quepa tu descendencia. El Señor estará contigo. Futuro, siempre futuro. Heredarás la tierra entera, De nada tendrás que avergonzarte. Ya no serás soltera ni viuda, sino que quien te hizo te tomará por esposa. En tu abandono y abatimiento, el Señor te volverá a llamar, como a esposa de juventud. El arrebato de ira de tu Señor, que te abandonó, pasará pronto. Podrán vacilar los cimientos de la tierra, mas no se retirará de ti mi misericordia. Tal es el anuncio profético. Futuro. Siempre futuro. No se retirará de ti mi misericordia, ni mi alianza de paz vacilará. Porque el Señor te quiere. Nótese el futuro en el que nos encontrábamos de pronto transformado en presente: el Señor te quiere, ahora mismo te está queriendo. El suyo es un amor de presente. Un amor de presencia.

El salmo salta de júbilo, porque el Señor nos ha librado, ahora, en nuestro presente. ¿Qué ha acontecido para que el futuro venga a nosotros de modo que nuestro pasado de luto se haya convertido para siempre en presente de gracia? El futuro se está haciendo realidad en nuestro día de hoy. De nuevo el bucle que, viniendo del pasado profético, el cual señalaba el futuro en el que todo se colmará, hace que todo se nos cumpla en el hoy que estamos viviendo.

Es Jesús el bucle de esa presencia anunciada en el pasado profético para que se cumpliera en el futuro del Señor. Él es la prueba de que el Señor Dios te quiere, que nos está queriendo desde ahora en nuestra frágil carnalidad. ¿Quién eres, Señor, dinos quién eres?

Cuando marchan los mensajeros de Juan, quienes habían comparecido para obtener una respuesta a la acuciante pregunta: ¿eres tú el que ha de venir, o tenemos que esperar a otro?, Jesús, con mirada soñadora, se dirige a la gente. No buscamos a nadie vestido de lujo, representantes de quienes nos dominan; quienes se han llenado de méritos y de poder hasta cubrirles la cabeza. No es eso lo que nos atrae. No es a esos a los que buscamos. Buscamos a un profeta que nos haga ver el futuro consolador que nos viene de Dios. Buscamos el consuelo de poder mirar a un presente que se dirige a grandes pasos a ese futuro en el que el Señor Dios nos quiera, como de su parte nos señalaba el profeta. Buscábamos al profeta de la consolación. Por eso leíamos al segundo Isaías. Él nos traía de parte del Dios de Israel un mensaje de consuelo y esperanza, no de condenación, por habernos dejado arrastrar lejos de él por quienes son los poderosos del imperio. Buscábamos un profeta de conversión. Por eso nos dirigimos al desierto, al encuentro de Juan el Bautista. Su bautismo de agua era una llamada a orientar nuestra vida no hacia los poderosos, sino hacia el Señor. A vivir la conversión de nuestro pecados tal como nos gritaban los antiguos profetas.

Es temeroso ver el modo en que, tras las palabras de Jesús, las aguas se dividen en dos. Quienes, incluso publicanos, habían recibido el bautismo de Juan, y los poderosos, fariseos y maestros de la Ley, que no lo habían aceptado, haciendo fracasar el designio de Dios para con ellos.

¿Frustraremos el designio de Dios para con nosotros?