¡Qué llega el amado! Normalmente suele ser la amada. Cuando en las bodas uno espera junto al novio y la madrina, junto al altar, la que suele retrasarse es la novia. No sé quién difundió la idea de que si la novia llega tarde significa buena suerte, eso sólo significan retrasos. Algún minutillo es normal, pero he tenido bodas en las que la novia se ha retrasado hasta 43 minutazos. Hemos estado a punto de casar al novio con otra, las niñas de las arras encontraban novio, los invitados iban extendiendo paté de salmón en rodajas de banco,… un desastre. Y cuando llega la novia diciendo: “No ha sido culpa mía, ha sido culpa de la peluquera”, pues todos contentos de haber ganado la partida -una vez más-, a la liga de peluqueras contra las bodas religiosas. Pero es verdad que una vez que llega la novia el tiempo de espera se olvida. Sólo en una boda llegó más tarde el novio y creo que todavía no se lo han perdonado.

“¡Levántate, amada mía, hermosa mía, ven a mí! Paloma mía, que anidas en los huecos de la peña, en las grietas del barranco, déjame ver tu figura, déjame escuchar tu voz, porque es muy dulce tu voz, y es hermosa tu figura” Estamos a un paso de la Navidad, pero seguimos en Adviento. parece que el Señor se retrasa, pero llegará cuando deba llegar. No estaría nada bien que la novia llegase un cuarto de hora antes a su boda y que al llegar los invitados hubiera acabado la ceremonia. Y tenemos que tener el ansia de verle, que nuestra espera sea como la del novio a la novia. Esperamos al que amamos y nos ama. No podemos permanecer tumbados a la bartola, dejando que el polvo del camino y del tiempo nos cubra. Tenemos que estar siempre lustrosos, de alma y cuerpo, recién afeitados y duchados, para que el Señor nos encuentre así. Una vez que llegue se nos pasarán todos los nervios de la espera, al igual que el que estuviese seguro que mañana le tocará la lotería se le olvidaría el día de hoy, de tensa espera.

¿Y cómo sabemos que el Señor vendrá? ¿Qué no nos dejará “compuestos y sin novio” al pie del altar? Pues porque el Señor ya ha venido y se acerca a nosotros cada día. “En cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel del Espíritu Santo y dijo a voz en grito: – «¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?” No somos nosotros los que hacemos un arduo camino para llegar hasta Dios, para permitirle que venga. Él ha querido acercarse a los hombres de una manera impensable para nosotros. Es Jesús el que se acerca -junto con su Madre-, y nos hace saltar de alegría. La espera del Adviento es una espera que busca. Encontramos a Cristo encima de nuestros altares, en los momentos de reconciliación, en la vivencia heroica de la caridad, en la oración silenciosa y en la oración hecha vida. Encontramos a Dios en tantas almas buenas, nobles, entregadas, generosas. Vemos las huellas de Dios en las madres buenas, en los sacrificios silenciosos, en los pobres de espíritu y de ropa. Sólo hay que tener abiertos los ojos y los oídos para escuchar “¡Oíd, que llega mi amado, saltando sobre los montes, brincando por los collados!”

Nos pondrán mil luces y cien mil músicas para que no escuchemos, pero aún estamos a tiempo de afinar el oído y escuchar a ese Dios que viene. Si no lo descubres mira a la Madre, ella no se trae a sí misma, nos trae la salvación.