Heb 5,1-10; Sal 109; Mc 2,18-22

Esas palabras están entre las más brutales de todo el NT; de toda la teología: Él, a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer. Sumo sacerdote como es, aunque del orden de Melquisedec, en el que se está por elección, mejor, por proclamación del mismo Dios, y no del orden de Aarón, al que se pertenecía exclusivamente por encadenamiento familiar de sangre, nos representa a nosotros los hombres en el culto a Dios, ofreciendo dones y sacrificios; el sacrificio de su propio cuerpo, inmolado en la cruz por nuestros pecados. ¿Camino de facilidad el suyo? Quia, pues camino de sufrimiento. Y él, que era Palabra, palabra por la cual se creó el mundo, por nuestra causa, para restablecer la alianza de imagen y semejanza que rompimos con nuestro pecado, colectivo y personal, obedeció. Y obedeció con su sufrimiento. Fue la manera que Dios encontró para salvarnos, consistiendo libremente en nuestra libertad. No quiso pasar por encima de ella. Respetó, respeta siempre, nuestro ser libre. Aunque sea a costa del sufrimiento del Hijo. Lo que no fue imposición a nosotros, sino el dejarnos en la amplitud de nuestro ser libre, y porque quiso que volviéramos a él, a su alianza con nosotros, en plena libertad, fue él quien aprendió, sufriendo, a obedecer. Para que nosotros, en él, con él y por él, aprendiéramos a obedecer también. A sus costas, en el sacrificio de la cruz, él intercede por nosotros y nos señala cómo salvarnos siendo seres libres, pues atraídos por la enseña de la cruz, aprendiendo en su obediencia nos dejamos traspasar por la gracia, él que había sido traspasado por los clavos y la lanzada del dolor en obediencia al Padre; nuestro caminar, desde entonces, le tiene a él como guía. Gritos, lágrimas, oraciones, súplicas a quien podía salvarlo, siendo el Hijo, librarlo de la muerte, fue escuchado en su angustia. Asombra pensar que este fue el camino elegido por Dios para nuestra salvación, la redención de la muerte y el pecado. Casi parece una monstruosa injusticia. Sin embargo, llevado a consumación plena en la cruz, se ha convertido para todos los que le obedecen en autor de salvación eterna. Porque ahora está sentado a la derecha de Dios, como nos canta el salmo.

También nosotros debemos aprender a negarnos a nosotros mismos sirviéndole en una vida santa. Negarnos, para amarle. ¿Cómo lo haremos? Desde ese lugar de Dios en que está la carne de Cristo resucitado, lugar del Hijo, nos atrae hacia sí, a todos, a nosotros y a las criaturas del mundo, enviándonos su Santo Espíritu para que grite en nuestro interior: Abba, Padre. Misterio asombroso de los caminos de Dios.

¿Cómo podríamos, pues, ayunar ante el contento de una presencia que nos dona la plenitud de nuestro ser libre? Lo dice muy bien en el evangelio de Marcos: el novio está con nosotros. Lloraremos cuando nos lo lleven. Nuestro ayuno será verlo lejos, clavado en la cruz, en el sufrimiento de los que, como él, aprenden, sufriendo, a obedecer. Qué mundo horrible en el que parecemos gozar a manos llenas del sufrimiento de los demás, de los niños, de los pobres, de los indecisos, de los enfermos, de los viejos, de los oprimimos con nuestra fuerza, tan superior. Mas también estos, como Jesús, encuentran que, obedeciendo, su camino del sufrir es senda del amar y del caminar hacia el Padre. Su obediencia en el sufrimiento, como la de Jesús muriendo en la cruz, es para nosotros camino de redención.