Heb 7,1-3.15-17; Sal 109; Mc 3,1-6

¿Cómo Jesús podía ser considerado sacerdote, sumo sacerdote? Asistimos a una consideración similar a la que Pablo realiza con Abrahán. Cómo el AT se cumple en el NT; cómo Jesús da cumplimiento a las promesas del designio de Dios en la alianza con el pueblo elegido. Jesús no pertenecía según la carne a una familia sacerdotal. Por sus venas no corría la sangre de Aaron y de sus hijos. Hubiera tenido rigurosamente prohibido con graves penas cualquier entrometerse en la función sacerdotal que se realizaba en el templo por quienes eran los sacerdotes y sus levitas. Tampoco los cristianos salidos de la gentilidad eran hijos de Abrahán según la sangre. Por eso no eran judíos, del mismo modo que Jesús, del linaje de David, de la tribu de Judá, no era sacerdote. Hubiera sido una infamia inaceptable considerarle sacerdote, del mismo modo que ofrecer la salvación del Mesías a quien no era israelita, perteneciente por su sangre a la raza de los descendientes de Abrahán.

San Pablo encuentra un cumplimiento genial. Los cristianos somos descendientes de Abrahán no por la sangre, sino por nuestra fe; somos hijos de Abrahán por la fe, pues él creyó y eso se le computó como justicia. Nosotros creemos, y por eso somos justificados. Pues bien, la carta a los Hebreos realiza un corrimiento audaz del mismo género cuando hace de Jesús sumo sacerdote de un culto nuevo que se realiza en un templo nuevo y con víctima nueva. Una nueva alianza. Un nuevo testamento. Para ello recurre a ese personaje tan misterioso que aparece en un único momento en todo el AT, apenas si unas líneas. Cuando Abrahán se encuentra con Melquisedec, sacerdote del Dios altísimo y rey de Jerusalén, quien le bendice y al que ofrenda el diezmo de lo conquistado (Gé 14,17-20). Luego, esa tan austera aparición será festejada en un importantísimo salmo real en el que se habla del Mesías, cuyas prerrogativas son la realeza universal y el sacerdocio perpetuo (Sal 110/109), lo cual no se desprende de investidura terrena alguna, como ya aconteció antes con Melquisedec, y que se aplica también a Jesús en Mat 22,44 (véase además, por ejemplo, Mat 26,54; Mc 16,19; Hech 2,34; Rom 8,34). Mas la participación se hace pura sorpresa: es Melquisedec quien, dice la carta a los Hebreos, en virtud de su semejanza con el Hijo de Dios, permanece sacerdote para siempre. No es el pasado el que marca al futuro, sino que es el más allá de ese futuro, que se hace presente en nosotros, el que confirma la promesa. Una nueva alianza. Un nuevo templo. Un nuevo sacerdocio. Un nuevo sacrificio. Una nueva entronización en el seno mismo de Dios. En el cumplimiento, por tanto, todo ha cambiado, haciéndonos vivir en un presente de justicia plena y de sacerdocio eterno. La muerte de Jesús en la cruz es el sacrificio de la nueva alianza. Por eso son su carne y su sangre lo que se nos ofrece en el pan y en el vino de la Eucaristía.

Por eso el Mesías Jesús es Señor del sábado. Por eso tantos le acechan para acusarlo. Por eso quiere salvar nuestra vida y no dejarnos morir. Pero tantos y tantos se obstinan en que el único cumplimiento es el de la letra, el de la ley. Por eso se ponen a planear el modo de acabar con él. Y, cuando lo consiguen, colgándolo en la cruz, no perciben que es en ese sacrificio en donde se da la plenitud del cumplimiento.