Heb 9,2-3.11-14; Sal 46; Mc 3, 30-21

Había un tabernáculo en donde estaba el candelabro, la mesa y los panes presentados. Era el santo. Mas luego, tras la segunda cortina, había otro, el santísimo, en el que solo penetraba el sumo sacerdote. Pero todo ello perecedero. Cristo ha venido como sumo sacerdote de los bienes definitivos, los que son para siempre, los que duran siempre. Mucho más grande, no construido por mano de hombre; no de este mundo creado. El de este nuevo testamento no usa sangre de animales, sino la suya propia. Y ha entrado en el recinto nuevo para siempre, consiguiéndonos la liberación eterna. La antigua sangre consagraba en su pureza externa a aquellos sobre los que se derramaba. ¿Cuánto más la sangre de Cristo, ofrecida como sacrificio, en virtud del Espíritu Santo? Es él quien se ha ofrecido a Dios como sacrificio sin mancha, por lo que podrá purificar nuestras conciencias, nuestro ser libre, de las obras exangües del pecado y de la muerte, de las obras mundanales, de las obras del poder del imperio, llevándonos al culto verdadero del Dios vivo.

¿Extrañará, pues, que se allegara tanta gente a él y a sus discípulos, que no les dejaran tiempo ni de comer? Pero ved enseguida cómo actúa el mundo que nos circunda y que busca de continuo hacerse con nosotros, pues al enterarse su familia, vinieron a llevárselo, porque decían que no estaba en sus cabales. ¿Será que eran ellos quienes tenían razón?, ¿será que todo eso no son sino pamplinadas, o, todavía peor, locuras de un poseso del diablo? Locuras que, so capa de una nueva alianza, nos alejan de la única alianza, aquella que apostaría en definitiva por el futuro, y que todo bruscamiento para pensar que ese futuro está viniendo a nosotros, peor aún, que ya ha venido a nosotros y tiene nombre, Jesús —pero ¿cómo?, ¿de Nazaret puede venir algo bueno?—, es comenzar a perder el terreno en el que ya estábamos aposentados, al que ya nos habíamos acostumbrado, con la certeza de que, siendo nuestro, era el de Dios. Con Dios solo nos hemos de encontrar en el valle de Josafat. Antes, acamparemos en la anchura de nuestra alianza, tal como la entendemos, tal como la poseemos. No necesitamos ninguna nueva alianza que nos ponga la presencia de alguien de carne y hueso como nosotros. Pues ¿quién será?, ¿qué querrá? Nosotros seguiremos a Abrahán, pues de él somos hijos, y él nos arropa. Nada de fe en quien apenas si conocemos y que, seguramente, disturba nuestra vida en un breve momento, dejándonos luego descolocados con sus síguemes.

Qué perspectivas tan distintas. Una visión lineal hacia el futuro, en el primer caso, arrastrando hacia él nuestro presente, pero sin llegar jamás a ese futuro. Lo que, seguramente, nos hace acomodarnos en nuestros comportamientos. El cumplimiento es únicamente el de las largas cuentas de los mandamientos. Los evangelios muestran la enemiga integral que ellos tienen con Jesús, el impostor, el aguafiestas. Quien parece entretenerse solo en desmontar sus realidades de poder. ¡Vamos a por él, que ya está bien, peligra el asentamiento de nuestra vida!

Por otro lado Jesús, acompañado de sus discípulos, para quienes el futuro se hace pura presencia de una nueva alianza en el hoy de nuestra vida terrenal. Aquello lo viviremos en este presente de nuestra carne. Porque la vida que ahora tenemos en su seguimiento es signo y sacramento de lo que se nos ha de dar, la vida eterna. ¿Señor, dinos quien eres? Venid, ved y gustad.