Is 8,23b-9,3; Sal 26; 1Co 1,10-13.17; Mat 4,12-23

Cómo llama la atención la extraña simplicidad con la que el Señor nos llama. No corre tras nosotros. Ni se vuelve para ver si, efectivamente, le seguimos. Quizá somos demasiado ricos. No nos da explicaciones. Venid y ved. Y fueron y vieron. Y se quedaron con él. No más que esta maravillosa sencillez. Nos habla con mansa autoridad, venid, y nosotros le escuchamos con austera libertad, seguidme. ¿Cómo es esto posible? Porque, caminando en tinieblas, vimos una luz grande. Nos brilló aquella luz que condujo a pastores y magos. Esa luz, para nosotros, se concentra en una sola palabra luminosa: Sígueme. Y renqueando, siempre renqueando, contando solo con su fuerza, corremos tras él. Ese seguimiento se hace tradición en nuestra vida. Se hace Iglesia eucarística en ella. Llenos de gozo, acrecentada nuestra alegría, estamos con él haciendo su camino, que ahora es también el nuestro. Nuestro seguimiento será renqueante, es verdad, pero nada ni nadie, contando con la fuerza de su gracia, que estira de nosotros con suave suasión, podrá con nosotros, ni la vara del opresor ni el bastón en su hombro, porque tenemos la certeza de que él los quebrará. Cantamos, pues, con el salmo, que el Señor es mi luz y mi salvación. Él es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar?

Renqueando demasiadas veces, esta inmensa fragilidad es parte de nuestro mismo ser redimido, en espera de que lleguemos a la plenitud de nuestro ser verdadero, nunca por nuestros esfuerzos, siempre por la suave suasión de su gracia, le seguiremos y predicaremos como él a todos los pueblos, por más que tú y yo, seguramente, solo tenemos la gotita de aceite en nuestro mundo, tan pequeño, tan particular. Diremos a todos: convertíos porque está cerca el reino de los cielos. Convertíos a él para seguirle. Convertíos a él para que os llene de su gracia redentora. Convertíos a él como miembros de su Iglesia; la Iglesia eucarística en la que también ellos vivirán la sacramentalidad de su carne. Convertíos a él e invitad a todos a participar en la mesa en la que se nos ofrece el fruto de su sacrificio. Enseñad por todas partes y a todas las gentes, predicando el Evangelio del reino.

¿Cómo andaremos, pues, divididos entre nosotros? Un único cuerpo, el de la Iglesia, del cual Cristo es cabeza. Por eso, nos exhorta Pablo, estad bien unidos con un mismo pensar y sentir. Porque tanto nuestra palabra como nuestra acción no son cosa de pura individualidad, de Dios conmigo, de Jesús conmigo, sino que ha hecho de nosotros un cuerpo. Cuerpo único. Cuerpo eucarística. ¿Dividiremos a Cristo diciendo que yo soy de esta facción eclesiástica y tú eres de aquella otra, y nos miramos de reojo con odio, haciéndonos signos de violencia? ¿No comprenderemos que, siendo lo que somos en la entera libertad en la que vivimos, y que se nos regala, lo nuestro es una dádiva de unidad? Un solo Dios. Un solo Señor. Una sola Iglesia. Una sola eucaristía. Una sola la materialidad de nuestra carne. Mas nosotros, demasiadas veces, andamos ladeantes, apoyados en nuestros propios deseos imperturbables de que Cristo es cosa nuestra. Y nos lo apropiamos de modo medio sectario. Mi Jesús es mío y es mucho mejor que el tuyo, porque el tuyo es uno falsificado. ¡Qué horror! Porque la Iglesia de Cristo, que vive su realidad en su extrema diversidad, no es la tuya ni la mía, sino la Iglesia de Dios.