Heb  9,15.24-28; Sal 97; Mc 3, 22-30

Mediador único entre Dios y nosotros. Alianza en continuación de cumplimiento con la primera, pero alianza nueva, en la que todo se consuma, mas todo es distinto. Hay muerte, pero ha sido de una vez por todas; una muerte por la cual se nos han redimido los pecados y se nos han abierto las puertas de la vida eterna. Lo que era promesa, ahora, en Cristo Jesús, es realidad. La antigua alianza vivía en imagen; el templo había sido construido por hombres, así, pues, imagen —solo imagen— del auténtico en el que se ha adentrado ahora Jesús para siempre, intercediendo por nosotros. Un único sacrificio, no tantos y tantos como antes se realizaban, tantas y tantas veces, cada año, en la que el sumo sacerdote ofrecía sangre ajena. Cristo, no. Padeció una sola vez, ofreciendo su sangre. Se ha manifestado una sola vez. Y esta manifestación es el final de la historia. Historia de la destrucción del pecado con el sacrificio de sí mismo. La historia, el despliegue en una línea que alcanza el futuro de la vida eterna; una línea en la que progresamos abandonando el pecado del que hemos sido redimidos. Mas una historia en la que vivimos ya desde ahora la realidad de una presencia, la de Cristo, muerto en la cruz, que nos invita a seguirle en el camino de su Ascensión al seno del Padre, a la vez que nos da la fuerza sacramental para hacerlo. Camino que, por la gracia, se hace realidad en nuestra vida, preñada de acción. Porque, al final de la historia, la aparición gloriosa de Cristo será ya sin ninguna relación con el pecado. No más tinieblas. Veremos con claridad a quien, entregado como sacrificio de suave olor en la cruz, ahora resplandece acreditado en la Gloria, atrayéndonos a ella con suave suasión de libertad.

Porque es así, no podemos engañarnos: mediador único. Y porque mediador único, predicaremos siempre la conversión a la Buena Noticia que él nos trae: su sí mismo. Cualquier otra perorata nuestra sería un apenas nada, un permanecer recluidos en una imagen que en definitiva se cierra sobre sí, porque cualquier otro mediador se queda en imagen desvaída, encerrada en las tinieblas de lo que no es. Imagen de un por ahora provisional, mientras se llega al conocimiento esplendoroso de quien es único, porque solo él nos abre las puertas del seno de la Trinidad Santísima, en la que habita su carne gloriosa. Porque solo él es el Hijo. Porque su carne es carne de Dios, haciendo, por tanto, que también lo sea toda carne nuestra. Porque él, y sólo él, nos empuja a comprender la fuerza eucarística de la sacramentalidad de la carne.

Tiene dentro a Belzebú, decían de Jesús. No me extraña que así se puede gritar con rabia suprema. ¿Cómo hacer que todo lo de Dios pase por él, y deba pasar solo por él? Malo sería que nosotros lo afirmáramos de él, en pura exageración empecatada, pero que lo afirme él de sí mismo no es más que pura desfachatez. ¡Hacerse igual a Dios! Osadía bestial. No se puede tolerar. Por eso, junto con el joven Saulo, iremos a por él: esa afirmación remueve los cimientos de la tierra y destroza cualquier antigua alianza, aun aquella que es clara imagen de la nueva. No digamos todas las demás. Pero ¿es así? No. Porque la nueva alianza es cumplimiento de la antigua. En ella se cumplen todas las demás alianzas.