Hech 22,3-16 o 9,1-22; Sal 116; Mc 16, 15-18

La providencia de Dios es muy curiosa, sin el Saulo que se convierte en Pablo es muy posible que todo hubiera sido distinto en la Iglesia naciente, no fuera más que por el empeño casi insolente en ir a predicar a los gentiles, cuando parecía que todo se hubiera podido quedar en un judeocristianismo más o menos apetecible; judíos que se hacían cristianos, pero sin dejar por nada de este mundo su judeidad, incluso buscando que los paganos, para hacerse cristianos, debieran primero devenir judíos con toda la fuerza de su tradición. Pero a Saulo, al convertirse en Pablo, apareciéndosele el mismo Jesús, se le muestran las cosas claras por completo. Todo fue con un enorme resplandor que lo envolvió, cuando iba camino de Damasco rezumando ira, porque ese grupo de catetos querían estropiciar a los judíos de manera irremediable, haciéndolos abandonar su único Dios, el Dios de sus padres. Oyó una voz que le llamaba. ¿Por qué me persigues? Pues Saulo conocía bien lo que esos novedosos eran, qué enseñaban y lo que querían. ¿Quién eres, Señor? Porque en ese momento comprende cómo lo suyo no era un mero entrometerse con grupos de sectarios peligrosos, pues ponían en dificultad la esencia misma de su judeidad, sino que es el Señor quien le habla y se le aparece. Desde su respuesta a la voz de Jesús, entiende que su Señor le habla. Soy Jesús, a quien tú persigues. Rezumando ira, creía perseguir a unos pazguatillos que comenzaban a mostrar su peligrosidad, pero es a su Señor a quien estaba persiguiendo. Ha sido un cambio drástico. Se le aparece el que será su Señor a partir de ahora, quien haciéndole un apóstol más, lo que Pablo defenderá con insistencia ardorosa, le envía a predicar con la fuerza de llegar hasta los confines de la tierra, lo que quedará mostrado con su presencia en Roma, la Urbe del Orbe, en donde será mártir de su Señor. Nunca abandonará a los suyos, tanto porque cada vez que llega a un lugar nuevo lo primero que hace es ir a la sinagoga a predicar la Buena Nueva de Jesús, por lo que pronto se verá echado de ella sin contemplaciones, pero sin que una y otra vez nunca deje de hacer esa acción de ir a los suyos para hablarles de su Señor, y también porque siempre recordará a la comunidad de Jerusalén, en donde encontró a los demás apóstoles, los cuales le recibieron como uno de los suyos, partícipes de una misma fe y creadores de una misma tradición, una pequeña y pobre comunidad judeocristiana que él nunca quiso abandonar.

Desde hace decenios se termina hoy el octavario por la unidad de las Iglesias, en donde rezamos compungidos ante la vergüenza de nuestras divisiones y pedimos a Dios que nos conceda el don de la unidad en la que es su única Iglesia. ¿Cómo es posible que no seamos una Iglesia, sino que estemos divididos en varias? A veces, aunque no siempre, por puras miserias o por legalidades canonísticas. Respetar la diversidad de tradiciones, sí, pero viviendo en una Tradición única, la que nos viene de Pablo y de los apóstoles. Sin embargo, no es fácil vivir la unidad de una Iglesia; demasiadas veces nos dejamos cegar por la historia que nos trae sus historietas y sus desmanes. O porque, con razón, no podemos perder partes esenciales de la Tradición.

No podemos cejar en la oración y en el diálogo ecuménico.