Eclo 44,1.9-13; Sal 149; Mc 11,11-26

Higuera frondosa con sus hojas, pero sin fruto. Jesús la mira. Nunca jamás coma nadie de ti. Pero si no era época de higos, ¿a qué viene ese decir extemporáneo de Jesús? ¿Se había levantado con mal pie? Mas bien parece que prepara su palabra del día siguiente, además de ponernos en consideración de lo que va a hacer con los comerciantes del templo. Fuera, vosotros fuera, nadie trafique acá, está escrito que la casa del Señor será casa de oración, y mirad en qué se ha convertido. Una higuera llena de su hojas, pero sin fruto ninguno, y vosotros decís, simplemente, que no es época de higos. ¿Así es el templo de Dios?, ¿y os dedicáis en el mientrastanto a vuestros negocios en él, diciendo que cuando llegue el momento de los frutos, entonces el templo será utilizado de otra manera? El templo debe dar siempre frutos de oración. Siempre. Con un siempre de Dios. Y si no es así, cuando no es de este modo, la higuera se seca y no vale sino para el fuego.

Tened fe en Dios. Esta es la cuestión. Al final, cuando nos acercamos a Jesús, en todo lo que él toca o a lo que se refiere, siempre es cuestión de fe. Una fe que se resuelve en oración. Ella todo lo puede: mueve montañas. Porque actúa con la fuerza misma del Espíritu de Jesús, que es Espíritu de Dios. Por la fe vivimos en la oración, sabiendo que todo lo que en ella pedimos, se nos concederá. ¿Cómo? En un acto supremo de confianza. Creed que se os ha concedido lo que habéis pedido, y lo obtendréis. Qué locura. No, esperaremos a ver, cuando se nos conceda, cómo se nos ha ido otorgando lo que pedimos. Pero los caminos de Jesús son otros. Su voluntad está tan inmersa en la del Padre, que todo lo que le pide se cumple, porque pide lo que quiere el Padre. Hágase tu voluntad y no la mía. No porque no se va a hacer lo que es mi voluntad, sino porque la mía está inmersa en la tuya, de modo que si quieres permitir que suba a la cruz, en el sufrimiento más bestial, subiré a ella, para que, en la mía, se haga tu voluntad.

Dios mío, qué palabras. ¿Deberemos ser esclavos de modo que lo que yo quiero sea lo que quiere el mi señor, para lo que estaré mirando de continuo a sus manos? Sí, eso es. Tal es la actitud de Jesús, el Hijo de Dios, sí, pero también el Siervo de Dios. En él se dan cumplimiento las profecías terribles del Siervo de Yahvé. ¿Religión de esclavos, pues? ¿Tenía razón quien acusó con este título al cristianismo? En parte sí. Lo que no entendió es esa conjunción maravillosa de voluntades que se da entre el Padre y el Hijo. Conjunción de un amor perfecto, de una adecuación singularmente fina de una voluntad en y con la otra. Siervo, de la misma manera que lo es María, porque Dios ha visto su humildad. ¡Y luego algunos nos dicen que hemos convertido a María en una diosa! Es como si nada se hubiera entendido del misterio cristiano. El estar con Cristo, el seguirle, adecua nuestra voluntad a la suya en sintonía fina. No se haga mi voluntad, sino la tuya. Cuando las cosas son así, se cumplirá todo lo que pedimos en la oración, porque habremos de pedir eso que el Señor nos regala.