De vez en cuando uno conoce a alguien que se ha convertido. Suelen tener una historia más o menos truculenta, de vida alejada de Dios y con valores contrapuestos al Evangelio. Y, muchas veces por los motivos más inverosímiles, se han encontrado con Cristo, han rehecho su vida y ahora -después del fogonazo inicial-, van profundizando en el amor de Dios. A los que hemos tenido una vida sin grandes sobresaltos en ocasiones te dan cierta envidia por tener una experiencia que contar tan viva y atrayente y además con buen final. Hasta que recapacitas y te das cuenta que no es mejor estar lejos de Cristo para luego acercarse, que no hace falta ser un gran pecador para comprender la profundidad de la misericordia, que no hace falta que te peguen para poner la otra mejilla y no hay que estar en la cárcel para aprender a no juzgar a nadie. Me alegran mucho las historias de conversión, y me alegra mucho las historias de fidelidad.

“Señor, nos abruma la vergüenza: a nuestros reyes, príncipes y padres, porque hemos pecado contra ti. Pero, aunque nosotros nos hemos rebelado, el Señor, nuestro Dios, es compasivo y perdona”. Dios es compasivo y perdona. No es nada agradable cuando estás en el confesionario y alguien se pone a llorar (sea del sexo que sea). Pero casi es más desagradable cuando alguien va a confesarse como un acto rutinario, incluso aburrido. Está haciendo un trámite que cree necesario para su salvación, pero sin poner el corazón y sin agradecimiento. “Lo normal”, “lo de todo el mundo”, “soy así”, son expresiones que deberían desterrarse del confesionario. Te dan ganas de felicitarle en vez de darle la absolución:«Pues nada, hijo, sigue siendo tan “normal”» Ojalá cada confesión pudiera ser un acto de verdadero arrepentimiento, de vergüenza por nuestros pecados ante Dios que nos quiere tanto y salgamos dispuestos a convertirnos.

“Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo; no juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante.” Algunos utilizan estas frases de Jesús contra la confesión y sin embargo son el reflejo de lo que el sacramento de la misericordia es. Se es compasivo pues uno no se sitúa desde la posición de ser una máquina de dar absoluciones, sino que sufre y padece con los que sufren, comprende la debilidad humana y la fuerza del pecado, las luchas -interiores y exteriores-, de los que se confiesan y le animamos en su esfuerzo, asistidos por el Espíritu Santo. No se juzga pues el sacerdote no se hace opinión sobre esa persona. no puede decir que está bien lo que está mal, ni que está mal lo que está bien. Si se juzgan los actos, pero no al que acude a buscar la misericordia. El que tienes delante siempre es un hijo de Dios, más o menos errado, pero hijo que Dios que busca la misericordia. No se condena, pues el único pecado que no se puede perdona es el de no querer pedir perdón y siempre se ofrece la misericordia, aunque haya algunos que no quieren acogerla. Se da, la Palabra de Dios y su perdón que nos mueve a la conversión y se vierte una medida que ninguno podemos imaginar, la del perdón misericordioso de Dios. Cuando confiesas te das cuenta que Dios es mucho más bueno que tu y eso te ayuda a intentar ser mejor.

La Virgen nos ayudará en esta cuaresma a ser mejores penitentes… y mejores confesores.