Aristóteles, un pagano que vivió cuatro siglos antes de Jesucristo, decía que si alguien dice que se puede maltratar a la madre habría que darle con un hierro en la cabeza. Lo decía refiriéndose a los que niegan, por ejemplo, las verdades evidentes como el principio de no contradicción. Sin embargo, son muchos los que no quieren reconocer la realidad que tienen ante los ojos. Pío XII dijo que al hombre le es fácil persuadirse de que no es verdad lo que le gustaría fuera falso. Y Nietzsche, nada sospechosos de cortejar el cristianismo tiene un aforismo acertado que dice: “La memoria dice, “has hecho esto”, pero el orgullo afirma, “no puede ser”, y al final la memoria cede”.

Algo parecido enseñan las lecturas de hoy. En la primera Jeremías, hablando en nombre de Dios, señala que por mucho que argumente no le creerán. El motivo es claro: “La sinceridad se ha perdido, se la han arrancado de la boca”. Quien niega la realidad muchas veces es porque, simplemente, no quiere ver. De ahí la importancia de pedir al Señor sencillez y humildad de corazón. Sin ellas la rectitud de intención peligra a cada paso.

Fijémonos en el Evangelio. Jesús expulsa demonios. Todos lo ven y deberían admirarse y estar agradecidos. En lugar de eso buscan argumentos para no creer. Dice, “Si echa los demonios es por arte de Belcebú, el príncipe de los demonios”. Y eso que Jesús había hecho un signo evidente, porque había un mudo que antes no hablaba y ahora se le había soltado la lengua. ¿Que más necesitaban ver?

Varias veces he vivido en los colegios y en otros sitios situaciones parecidas. Hay muchachos que en cuanto conocen la fe empiezan a cambiar para bien. Y entonces, no es raro que sus familias se pongan nerviosas porque han decidido que un colegio católico es aquel en el que nunca pasa nada. Ya pueden constatar que su hijo está mejor, trabaja más e incluso se comporta bien en casa… Es igual. Tienen que negar lo evidente porque si no habrían de reconocer que hay alguien que actúa: Cristo. Me recuerda mucho a lo que cuenta Vittorio Messori respecto de su conversión. Explica que su madre llamó al médico y le dijo: “Doctor, mi hijo está enfermo, he descubierto que va a misa”.

La lección de Jesús es clara: “Si yo echo a los demonios con el dedo de Dios, entonces es que el Reino de Dios ha llegado a vosotros”. Pero reconocer esa presencia exige mucha rectitud de intención y una mirada libre de prejuicios sobre la realidad y la propia vida. Un mundo en el que Dios no actúa lo permite todo. De alguna manera es más cómodo para el hombre que así puede imponer sus propias reglas y no se ve obligado a reconocer a nadie.

Había un padre espiritual que cuando alguien iba a confesarse le pedía, antes de que reconociera sus pecados, que hiciera una lista de las cosas buenas que Dios había obrado en su vida. De esa forma enseñaba a reconocer cómo el Señor nos cuida y a estar atento a su obrar el la historia. ¡Hay tantas cosas que si estuviéramos atentos nos conducirían a Dios!.

La Cuaresma es también un tiempo para limpiar nuestro corazón y nuestra mente de prejuicios. Pidámosle a la Madre de Dios que sepamos estar atentos a la realidad que nos rodea para darnos cuenta de que Dios está junto a nosotros.