Ez 37,12-14; Sal 129; Rom 8,8-11; Ju 11,1-45

¡Qué hermosura! Está ahí, a mi puerta, y me llama. Marta es más trabajadora, ya lo sabemos, toma las cosas en su andar de todos los días, infatigable, y recibe al Señor con el cariño de una pulcritud llena de cercanía y amor. María, por el contrario, está a sus cosas, a su bola podríamos decir. Ni siquiera se da cuenta de que hubiera debido ayudar a su hermana infatigable. Para Marta el servicio es acción, trabajo tierno en el quehacer diario. Para María, contemplación, rumie, incluso olvidadizo de lo que hubieran debido ser sus deberes, ayudando a su hermana. Y, sin embargo, en el decir de Jesús, es ella quien ha escogido la mejor parte. Mas ahora es Marta quien arranca de Jesús esas palabras maravillosas: Yo soy la resurrección y la vida. Oyendo su confesión, tan parecida a la de Pedro, la mujer hacendosa deja la traza de que lo suyo es una plena y confiada seguridad en quién sea Jesús. Qué sobresalto para María cuando la hermana hacendosa le dice esas palabras sobrecogedoras: el Maestro está ahí, y te llama. Se levanta, va a las carreras a quien ama, todavía a las afueras de la aldea. Está ahí, y te llama. ¿No son las de María las maneras con las que también nosotros debemos ir acercándonos a la Semana Santa, aunque sea olvidando un poco nuestro quehacer diario? ¿Y qué haremos? Rumiar y contemplar lo que acontece. Ver de qué manera es verdad que él, Jesús, nuestro Jesús, hace que, al menos por unos momentos, olvidemos todo lo que no sea él, su seguimiento, su mirada, su subir allá donde va. Porque, con la suya, nos va a mostrar cómo nuestra resurrección y dónde nuestra vida.

Pues el Señor nos infundirá su espíritu, y sabremos quién es. Será él quien abrirá nuestros sepulcros, quien desliará nuestros sudarios. Porque el Padre le ha escuchado, mejor, le está escuchando en la absoluta profundidad de lo que se acerca: la cruz. Y será de esta manera como sabremos que ha sido él quien lo ha enviado. Pues del Señor viene la misericordia. Está llegando. Avistarlo bien. Ya desde ahora, pues, contemplad la cruz. No por los maderos que la forman, sino por quien va a ser clavado en ellos. Felix culpa, como cantaremos la noche de Pascua, pues nos ha llevado hasta la cruz y en ella se nos ofrece la gracia de la redención. Seremos librados del sepulcro y de la muerte; se borrarán nuestros pecados. Con María, contemplemos lo que va a acontecer en Jerusalén, pues allá se juega nuestra vida. Olvidemos por un momento nuestros quehaceres de Marta y sentémonos junto a María para empaparnos del amor que sigue su camino hasta la cruz. Y junto a ella, lo sabemos, también estará la otra María, la madre de Jesús. No vayamos como los apóstoles —menos el tan jovenzuelo que apenas si era un hombre— a comentar desde lejos lo que acontece, quizá tomando vinos, sino estemos con María, allá, siguiéndole a ella y a las otras mujeres —asombra siempre la presencia de las mujeres, mientras los hombres están desaparecidos o renegantes—, preparándonos para también nosotros sentarnos al pie de la cruz.

Tenemos el Espíritu de Cristo, pues somos de Cristo. Él está en nosotros, por eso ya no somos cuerpo de pecado, sino que vivimos por la justificación obtenida en la cruz. Preparémonos a contemplarla, y el mismo Jesús vivificará nuestros cuerpos mortales.