Dan 3,14-20.91-92.95; Sal Dan 3; Ju 8, 31-42

Se les hincha el pecho a los gritadores. Son hijos de Abrahán, dicen, de su linaje, y nunca han sido esclavos de nadie. ¡Que suerte la suya! El pecado no es cosa que les toque; les resbala; no les mancha. No es cosa que ataña a lo que ellos son: pura soberbia, porque se saben los elegidos, miembros de ese pueblo inmaculado que ha sido elegido por el Señor. Elegido porque ellos son como deben, ¡faltaría más!, no como ese publicano pecador que está allá escondido tras la última columna, sin atreverse a poner el pie, porque se sabe indigno y pecador. En cambio, nosotros no somos hijos de prostitutas.

Llama la atención la buena conciencia de esos judíos que se acercan a Jesús porque habían creído en él. Mas, a ciencia cierta, para encerrarle en las mallas de su comprensión, de su buena conciencia, tan segura de sí. Porque lo peor que nos puede acontecer ante Jesús es vivir de esa buena conciencia de nuestra dignidad, de modo que es precisamente nuestra honorable señoría la que nos hace meritorios para acercarnos a él, aunque, quizá mejor, de que él se acerque a nosotros: ¡no somos hijos de prostitutas!

No entienden nada de Jesús. No saben quién lo envió. Desconocen para qué vino a nosotros. Si Dios fuera su Padre, le amarían, porque ha sido enviado por él. Quien le ve, ve al Padre. Pero nosotros, no; subimos hasta la primera fila del templo que nos hemos construido por nuestro buen obrar y para poder allá, en el mismo centro, hacer saber a Dios quiénes somos.

No sé si da bochorno o un poco de risa vernos en esa situación. No dejamos chistar al enviado del Padre, pues todo lo hablamos nosotros.

Qué distinta la manera de acercarse a Dios de Daniel y sus tres amigos. Pasaron la prueba del fuego, y Dios los libró milagrosamente. En el horno encendido gritaron a él, y él les escuchó. Cantaron himnos, sabiendo que su Dios no les abandonaría. Y lo hacían desde la pobreza más radical. Pero el Señor vio la humildad de quienes eran sus esclavos, como María, la madre de Jesús, y los sostuvo en el momento del desamparo. El horno ardiente se convirtió para ellos en el lugar ardiente de la fe en su Señor. Y este los libró. Se sabían apenas nada, si es caso un puñadito de polvo ante el gran rey Nabucodonosor; ante los triunfantes medios que dominan la opinión y que nos dicen cómo saciar nuestra buena conciencia, por supuesto que abandonando las pamplinadas de un Dios. De haberlo, muchos diosecillos rientes, del buen sexo, de la buena comida, del buen buscar nuestros intereses, todo ello, por supuesto, bajo la vigilante mirada del Gran Hermano.

Pero Daniel y sus amigos se liberaron de esa esclavitud, y el Señor al que ellos invocaban no les abandonó de su mano. Bendito eres, Señor, Dios de nuestro padres. Porque miraste nuestra pequeñez de hermanitos de Jesús, y en él nos acogiste. ¿Qué teníamos nosotros para que nos libraras de esa manera? Nada, en nuestra pequeñez traíamos las manos vacías.  Sólo, quizá, nuestra fe en él. Porque él nos miró y nos dijo: Veníos conmigo. Y nosotros, sin saber muy bien que significaba esa palabra, le seguimos. No teníamos dinero que nos lo impidiera; no éramos ricos. Teníamos las simples manos vacías, pero el corazón rebosante de amor a él. A ti la gloria y la alabanza por los siglos.