Is 50,4-7; Sal 21; Filip 2,6-11; Mat 26,14-27,66

Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Impresiona y conmueve encontrar esas palabras en la boca de Jesús muriendo en la cruz, pronunciadas en su propia lengua. Es verdad que se trata del comienzo del salmo 21, el cual termina como canto de alabanza. Pero ahí están, en su propia negrura. Jesús murió en la obscuridad y abandono de todos. ¿Incluido el de Dios, su Padre? No, pero este ser recogido por él lo vivió en-esperanza. Se dejó caer en esas manos, sabiendo que en sus brazos toda salvación se le ofrecía, porque su Padre, finalmente, nunca le abandonaría. Y tuvo razón, mas para llegar ahí tuvo que beber su cáliz hasta las heces, pasando por la muerte, abriendo su costado para que manara sangre y agua, como nos indica la Pasión de Juan que leeremos el Viernes Santo. Misterio asombroso del sufrimiento de Jesús, que se convierte para nosotros en alegría casi insoportable al ser la causa de nuestra salvación del pecado y de la muerte. Porque, cumpliendo la voluntad de su Padre, se rebajó hasta esa situación ofuscante, penosa hasta el extremo, sometiéndose a la muerte, y una muerte de cruz. Por eso, nosotros ahora, en un arrebato de alegría, proclamamos que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre.

Mas ¿cómo pudo llegar la situación hasta ese extremo insostenible, a un abajamiento tan bestial?, ¿por qué el Padre le pide tal cosa? Para lograr nuestra redención, ¿no hubiera habido otros medios menos crucificantes? ¿Tan poco es el poder de Dios? Quien nos creó a su imagen y semejanza, quiso retomarnos en la entera libertad de nuestra elección y de nuestra alegría. No le valía imposición ninguna sobre nosotros. Llegaría hasta donde nosotros le lleváramos. Y lo llevamos a la cruz. Por eso, él se abajó, a pesar de su condición divina, sabiendo que por ese despojo de su rango final, y también de su carne, muerta en la cruz, se nos ofrecería esa suave suasión que nos habría de llevar hasta él de nuevo, proyectando sobre nosotros una nueva imagen y semejanza a lo que él mismo nos mostraba en su carne y en su ser. En la suya, ahora, se nos daba la redención de nuestra carne. No su substitución por otra, sino la santificación de la nuestra, aquella misma que le había alzado en la cruz. Así, nos ganó la partida. Y lo hizo en nuestro mismo terreno.

Por eso, su gesto de libertad suprema, provoca en nosotros la suave suasión de nuestra libertad en plenitud, y nos salva del pecado y de la muerte. Por eso, no sentía los ultrajes; por eso, endurecía el rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado. Por eso, cuando tras un gran grito exhaló su espíritu, el velo del viejo templo se rasgó y dejó a la vista de todos los que quieren mirar, y saben hacerlo, las entrañas de misericordia de Dios, nuestro Padre. Por eso, aterrorizados viendo lo que pasaba, el centurión y sus soldados dijeron confesando que realmente este era Hijo de Dios.

¿Cómo sabremos mirar de este modo? Con la mirada de María, la hermana de Marta. Con la mirada lejana, pero tan anhelante, de los discípulos desperdigados, que veían a su Señor clavado en la cruz. Con la mirada de María, la madre. Mirada en-esperanza. Mirada de amor. Mirada de compunción suprema ante lo que Lucas llamará el espectáculo de la cruz. Mirada que ha de provocar en nosotros una suprema alegría, porque en ella veremos la acción de Dios para con nosotros.