Mucha gente suele pedir en las parroquias, incluso si se ve a un sacerdote por la calle se suele pedir -en ocasiones exigir-, que dé algo de limosna. Si muchos supiesen nuestros sueldos (siempre que uno cobre lo que tiene que cobrar), correría a dejarnos algo o a invitarnos a un café caliente. Al menos en mi caso, tras veinte años cobrando, no he conseguido ahorrar ni unos centimillos, debo el coche al banco y raro es el mes que no acabo en números rojos en el banco. Pero no vivimos mal, tenemos lo necesario e incluso a veces, un poquito menos, que siempre sienta muy bien. Pero la gente sigue pidiendo, y seguiremos dando, al menos de lo que tenemos. El sacerdote -y por el sacerdocio común todo cristiano-, somos grandes “dadores” pues siempre tenemos algo que ofrecer.

“Al ver entrar en el templo a Pedro y a Juan, les pidió limosna. Pedro, con Juan a su lado, se le quedó mirando y le dijo: – «Míranos.» Clavó los ojos en ellos, esperando que le darían algo. Pedro le dijo: – «No tengo plata ni oro, te doy lo que tengo: en nombre de Jesucristo Nazareno, echa a andar.»” En muchas ocasiones no tenemos ni plata ni oro, tal vez sólo podamos dar una sonrisa, una palabra de aliento, compartir nuestra comida, en ocasiones nuestro techo o nuestra ropa y, siempre, podemos compartir la inmensa noticia de la resurrección de Cristo. Es lo que tenemos y es nuestro mayor tesoro. no podemos ser avaros en evangelizar, en anunciar a Cristo, con obras y con palabras. Muchas veces pensaremos que es perder el tiempo, que la gente ya lo sabe, que no nos hacen caso…, pero no podemos guardar la bolsa de la buena noticia para nuestro tesoro particular. No tenemos derecho a callarnos.

“- «¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?» Y, levantándose al momento, se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros, que estaban diciendo: – «Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón.» Y ellos contaron lo que les habla pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.” Hoy arden pocos corazones pues pocos encienden la mecha de anunciar a Cristo resucitado e incluso echan sobre las llamas del Espíritu el jarro frío del desaliento, el hastío, la murmuración o la sospecha. Y hay un hecho cierto, cuanto menos se evangeliza más desciende el nivel de nuestra caridad. Cuanto más necios y torpes somos para entender lo que anunciaron los profetas, mas torpes y lentos somos para dar, para darnos. Cuando uno vive de la fe, cuando comulga frecuentemente y descubre cuál es el alimento primordial, no tiene miedo en dar sus energías, su casa, su alimento, lo que pensaba en otro momento que era necesario e imprescindible, en “perder el tiempo” para saborear la eternidad. El que se vuelve muy celosos de “lo suyo” suele guardarse la buena noticia, y entonces los pobres no son evangelizados, ni los cojos andan, ni los ciegos ven.

La Pascua es un momento privilegiado para reencontrar el tesoro escondido, la piedra preciosa y no tener miedo para venderlo todo para conseguirlo todo. Nuestra Madre la Virgen sirve la mesa de lEucaristía, nos pone en bandeja nuestro tesoro, que no dudemos en tomarlo para dar “lo que tengo”.