La lectura del evangelio de hoy me hace pensar en la oración. En el diálogo final la gente le pregunta a Jesús: “Maestro, ¿cuándo has venido aquí?”. Esa preocupación por su persona, en seguida es desenmascarada. Buscan al Señor porque se han saciado, pero no han reconocido el signo de la multiplicación.

Este texto me lleva a pensar cuántas veces no habré juzgado las acciones de Dios en mi vida desde la superficialidad, sin reconocer lo profundo que subyace en todos los acontecimientos de la vida. Recuerdo a una muchacha que, al cabo de unos años, me decía: “ahora entiendo la muerte de mi padre”. Entender no significa liberarse del dolor sino comprender que todo se encuadra en un sentido más grande. Abrirse, como señala Jesús, a lo que tiene validez de eternidad. Porque continuamente podemos quedarnos sólo en lo que perece.

Alguno podría pensar que entonces no nos interesa nada de lo humano. No es así. Sabemos que Jesús multiplicó los panes porque sintió lástima de una multitud cansada y hambrienta. Sin embargo en aquel milagro no quería sólo satisfacer una necesidad natural, sino conducir a aquellos hombres a tener hambre de la vida eterna. Jesús no sólo no se desentiende de las necesidades de los hombres, sino que atiende al deseo más profundo que hay en el corazón de cada uno de nosotros. De ahí que en su diálogo con aquellos hombres, que se renueva cada día con cada uno de nosotros, les exhorte a preocuparse por lo que no perece.

En todas las cosas hay algo que no perece. No pertenece a la estructura de la materia, sino a la manera que tenemos de tratarlo. Un día leí en algún sitio que una persona, recogiendo un papel del suelo, puede estar salvando almas. Porque más allá de la acción material está el amor con que se hacen las cosas. Y en ese amor reside el valor. Es el peso de las acciones de que hablaba san Agustín.

Para vivir ese amor, Jesús nos indica lo que hay que hacer: “la obra que Dios quiere es ésta: que creáis en el que él ha enviado”. En el fundamento de todo está la fe. En el lema de la próxima Jornada Mundial de la Juventud, que ha de tener lugar en Madrid, se recuerda un texto de san Pablo en el que se dice: “arraigados en Cristo, firmes en la fe”. Para toda obra buena, en la línea de cumplir la voluntad de Dios, es imprescindible partir de la fe. Por esta tenemos una mirada sobre el mundo que es la de Jesucristo. Por la fe, también, depositamos nuestra confianza en Él y, por tanto, podemos vencer todas las contrariedades sobreponiéndonos al mal con abundancia de bien.

Desde la fe podemos leer más allá de los acontecimientos exteriores y toda la realidad nos revela un sentido más profundo. Por él reconocemos un signo que ya no nos sacia sólo exteriormente, sino que inunda nuestro corazón. Por la fe se hace perceptible la presencia del Señor en medio de nosotros y, reconociéndola, somos capacitados para realizar obras grandes.

Que la Virgen María, la mujer creyente que abrió totalmente su corazón a Dios, nos ayude a aumentar nuestra fe en su Hijo Jesús y nos acompañe en el camino de la vida.