En una Homilía de Jueves Santo señaló Pablo VI: “ el mismo Señor quiso dar a aquella reunión tal plenitud de significado, tal riqueza de recuerdos, tal conmoción de palabras y de sentimientos, tal novedad de actos y de preceptos que nunca terminaremos de meditarlos y explorarlos. Es una cena testamentaria; es una cena afectuosa e inmensamente triste, al tiempo que misteriosamente reveladora de promesas divinas, de visiones supremas. Se echa encima la muerte, con inauditos presagios de traición, de abandono, de inmolación; la conversación se apaga enseguida, mientras la palabra de Jesús fluye continua, nueva, extremadamente dulce, tensa en confidencias supremas, cerniéndose así entre la vida y la muerte”.

Y en el contexto de la cena, Jesús lavó los pies a sus apóstoles. Con gesto simbólico mostraba el Señor que toda su vida era de servicio. No le importaba abajarse a cumplir un trabajo reservado entonces a la servidumbre. Tampoco le importará rebajarse a morir en medio de dos ladrones. Y junto a ese gesto Jesús revela cuál es el misterio de la vida humana, que a los cristianos les es manifestado de manera más profunda: “os aseguro: el criado no es más que su amo, ni el enviado más que el que lo envía. Puesto que sabéis esto, dichosos vosotros si lo ponéis en práctica”.

La revelación de que la perfección cristiana reside en la vivencia de la caridad, a la medida de Cristo, es una buena noticia. La felicidad reside en ser capaces de vivirlo. Para ello es preciso, como vemos en el evangelio, que Jesús antes nos lave. Ese lavatorio, según los comentaristas, hace referencia al bautismo. Pero también indica que se nos manda el precepto del amor porque antes se nos ha amado de manera infinita. Cada vez que nos encontramos con alguien, ante quien hemos de responder con amor, hemos de saber que, en ese preciso instante, Dios nos está amando primero.

Cristo nos muestra el camino de la felicidad. Él lo recorre primero y pasa por lugares que nosotros nunca hubiéramos transitado. Toda la enseñanza remite a algo que ha de suceder y que los apóstoles podrán verificar: “para que cuando suceda creáis que yo soy”. El camino de Cristo culmina en la resurrección, donde el pecado y la muerte son definitivamente vencidos. Antes el Señor ha pasado por la muerte, doblegándola no mediante la resistencia al sufrimiento, sino impregnando toda la pasión con la unción de su amor.  Su muerte es donación, entrega total, de sí mismo.

También nuestra vida está llamada a ser entregada y, de esa manera, la ganamos. Quien no la da la pierde. Nadie es más que el maestro nos indica, por tanto y en primer lugar, que nos equivocaríamos si buscáramos otro posible camino, porque no lo hay. Las otras sendas que se nos pueden aparecer no conducen a la felicidad que deseamos. Siempre suponen una reducción de la grandeza a la que somos llamados. Es necesario vivir en la entrega constante. Para poder hacerlo necesitamos mantenernos unidos al que lo hace posible. Jesús no sólo lavó los pies a sus apóstoles. También instituyó el sacramento de la Eucaristía para permanecer continuamente junto a nosotros.