Santos: Joaquina de Vedruna, fundadora; Quiteria, virgen y mártir; Faustino, Timoteo, Venusto, Casto, Secundina, Emilio, Basilisco, Julia, mártires; Fulco, Amancio, confesores; Román, monje; Elena, virgen; Rita de Casia, santa; Ausonio, Atón, Marciano, obispos.

El día de hoy presenta, como intercesoras nuestras en el Cielo y como modelos de santidad, a dos personas que pasaron sucesivamente por los diferentes estados posibles para una mujer. Claro que esto no es frecuente, pero, al margen de que cada santo sea un ejemplar único irrepetible en su respuesta al amor divino, el mundo de los santos es de lo más variopinto que uno se pueda imaginar.

Joaquina Vedruna nació en Barcelona el 16 de abril de 1783, cerca de las Ramblas; es hija de don Lorenzo de Vedruna y de doña Teresa Vidal, y la bautizaron en Santa María del Pino, la iglesia de san José Oriol. La familia estaba bien situada; el padre era procurador de los tribunales y la madre venía de una estirpe noble aburguesada.

Cuando tenía doce años, Joaquina se presentó en el convento de las religiosas carmelitas de Barcelona, intentando conseguir que le abrieran la puerta para quedarse dentro. Insistía con vehemencia, pero la prudencia de las monjas responsables solo vieron en ella a una chiquilla deliciosa que mostraba su grandeza de ánimo y su amor a Jesucristo, y por eso quisieron mantener con firmeza su negativa, que, por las circunstancias, coincidía en todo con el pensamiento de los padres.

Cuatro años más tarde, en el 1799, con dieciséis años de edad, se la ve ya casada con don Teodoro Mas, hombre rico de Vich, y procurador como su suegro. Formaron una familia muy feliz que creció rápidamente. Su marido tuvo que intervenir activamente en la guerra de la Independencia; Joaquina corrió grandes peligros y no le quedó otro remedio que ocultarse en el macizo del Montseny. Tuvieron ocho hijos para criar y educar; y ella lo hizo muy bien, porque su marido murió pronto, en 1816, y a Joaquina le quedó la tarea de sacarlos adelante. Le salió bien, mejor de lo que cabía esperar en una viuda; aparte de los dos que se murieron, los demás hijos tomaron hábitos, menos Inés, que se casó para entrar también en el club de familias numerosas con seis hijos.

La última parte de su vida comienza con la intervención del apóstol del Ampurdán, el capuchino fray Esteban de Olot, que le abrió el horizonte de su vida espiritual y apostólica, sugiriéndole la fundación de una orden religiosa de vida activa que se dedicara a la enseñanza y a la caridad. El obispo Corcuera, de Vich, comprendió la iniciativa, la apoyó con entusiasmo, señaló el hábito de carmelitas que deberían utilizar y refinó las reglas antes de aprobarlas en enero de 1826. Había nacido la Congregación de las Carmelitas de la Caridad, cuya aprobación canónica se concedería en 1850. Ella abrió el camino, profesando con ocho mujeres más, el 26 de febrero de 1826.

Con las abundantes vocaciones que el Señor iba mandando, Joaquina fundó el Hospital de Tárrega (1829) y la Casa de la Caridad de Barcelona, en el mismo año; luego, en Solsona, Manresa, Vich, Cardona y más sitios, a pesar de las trabas, dificultades y cortapisas provenientes de los ambientes liberales. Joaquina llegó a sufrir la cárcel –comentó que «unos días de retiro le sentarían muy bien a mi alma»–, y, cuando llegó la guerra carlista, disolvieron la Congregación y tuvo que pasar a Francia previo calvario del paso del Pirineo, sin ningún tipo de recurso para subsistir, que le llevó a afirmar: «Viviremos a costa de la señora más poderosa que hay en el mundo, la divina Providencia».

A su regreso en 1842 reabrió el noviciado. Cuando murió en la Casa de Caridad de Barcelona, contagiada del cólera, había fundado una treintena de casas con más de trescientas monjas.

La canonizó el papa Juan XXIII el 12 de abril de 1959.

En el estudio de su vida, el hagiógrafo se encuentra con una mujer que ocupa un lugar en los altares sin haber hecho milagros, que no tuvo arrobos místicos maravillosos, ni practicó unas penitencias asombrosas. Como pasa siempre, el mundo de su época, descreído, turbulento, pleno de impiedad filosófica, de revoluciones y de discordias civiles, no le ayudaba. Solo se encuentra en Joaquina el perseverante quehacer diario en cualquiera de las etapas –soltera, casada, viuda y religiosa– por las que pasó, haciendo sin relumbrón su trabajo, intentando agradar a Dios a pesar de las dificultades, como tantas y tantas mujeres hacían también, con la piedad, sencillez, humildad y alegría que no son posibles sin una base de heroica virtud.