Hch 14,19-28; Sal 144; Ju 14,27-31a

Todavía resuena en nuestro oídos la palabra de Jesús que el papa Juan Pablo II pronunció cuando se presentó a los creyentes en la plaza de San Pedro tras su elección. No tengáis miedo. Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde, porque me voy, lo estáis viendo, pero vuelvo, lo habréis de ver. Este es uno de los entresijos más sorprendentes del Misterio de Cristo. Está en plenitud con nosotros y esta plenitud llega a ser completa, precisamente, cuando, yéndose de nosotros, se va al Padre con su carne resucitada, de modo que la materia, la nuestra, la suya, entra ahora en el regazo de amor de la Trinidad Santísima. Se va de nosotros, es cierto, pero vuelve cuando, tras llegar a aquel lugar de amor completo, envía a su Espíritu, Espíritu del Padre. Él queda entre nosotros en sus evangelios, en la predicación, en la palabra, sobre todo en la eucaristía y en el regazo de los pobres y necesitados. Queda entre nosotros como signo de quien ha sido, el Encarnado, en todo igual a nuestra carne, excepto en el pecado, y de quien es, el Resucitado, sentado a la derecha de Dios, su Padre. Signo pleno que significa lo que es; que se nos da a nosotros como alimento, con su palabra y con su cuerpo. Signo en el que se nos ofrece la misma completud de Dios. Y esto se va a realizar ahora, de aquí a unos días, cuando, tras ascender a lo alto, nos envía su Espíritu el día de Pentecostés, para que este, de modo definitivo, haga de nosotros su templo. Templo de amor. Templo de oración en donde es él quien grita con todas nuestras fuerzas: Abba, Padre.

Por eso, cuando llegue ese alejamiento de la plenitud que se nos da completa en el seno de la Trinidad Santísima, cuando desaparezca de nuestros ojos elevándose al cielo con todo lo que él es, Hijo del Padre, carne resucitada, será el signo real de que efectivamente todo se ha consumado. Todo se nos habrá dado entonces. También nosotros seremos carne de consumación. Siguiendo junto a la cruz de Cristo, le veremos ascender al Padre y cómo el Espíritu del Padre, que es también su Espíritu, se posará encima de nosotros, logrando de nosotros lo que era una posibilidad imposible. ¿Cómo, pues, habremos de tener miedo?

Mas, cuidado, que será ahora, nos advierte Jesús, cuando se acerque a nosotros el Príncipe del mundo, como león rugiente buscando a quién devorar. Sí, precisamente ahora, pues puede que se nos suba el éxito a la cabeza, sin comprender que nuestro lugar está junto a la cruz. Quizá el Viernes Santo, junto a los apóstoles, huimos —sólo las mujeres, con la madre de Jesús, y el discípulo que apenas si era más que un niño— para ver las cosas desde lejos, no sea que nos descubran y muramos con él. No sé de quién me hablas, y canto el gallo. Es ahora, al volver a los pies de Jesús en la cruz, cuando se nos da la plenitud del Espíritu, comprendiendo que es ahí donde está la fuente de nuestra salvación. Que es ahí donde la misericordia de Dios se hace con nosotros, inundándonos con su gracia. Que sólo ahí somos templo del Espíritu.

Pobre Pablo, qué de palos cayeron sobre él, precisamente porque comprendió esta inmensa realidad. La realidad de la justificación y de la gracia que se nos da en la cruz. Agarrados a ella, ¿quién de entre nosotros tendrá miedo?