Hch 15,1-6; Sal 121; Ju 15,1-8

Caramba, pues, pensábamos que ahora todo iba a ser coser y cantar, pero vemos a Pablo apedreado hasta dejarlo por muerto. ¡Qué está pasando aquí! ¿No basta con la muerte de Jesús? ¿Resulta que ahora a todo el que como Pablo se atreve a ir por las calles anunciando su Evangelio, lo desloman, cuando no lo matan? ¿Dónde está Dios en todo esto? ¿Nos deja de su mano al albur del primero que quiera darnos de palos y dejarnos molidos, cuando no muertos?

Algunos dicen que nos lo teníamos bien ganado, pues antes éramos nosotros los que arreábamos los palos. Bien, sea, aunque habría mucho que discutir de esa tesis tan injusta y que tiene tanto que ver con lo que no fue, pero ¿y ahora, qué? Hemos vuelto a los tiempos de Pablo, los cuales no son otros que los del mismo Jesús.

El Señor nos da su paz, mas, nos lo advierte, esa paz no es la que da el mundo. Esta es paz que quiere tomarnos para sí. Una paz que solo busca hacernos suyos. Si somos del mundo, entonces, el mundo nos da su paz. La paz del poder. La paz del imperio. Ahora bien, la condición es clara: debemos ser del mundo. Es obvio que somos del mundo y no seres extraterrestres, pero el evangelio de Juan da una coloración muy especial a esa palabra, mundo. El mundo es el lugar en el que vivimos, mundo creado, y todo lo creado es bueno, pero en Juan hay un corrimiento del sentido de esa palabra hacia aquellos que dominan al mundo, dejando de lado a Dios, enfrentándose con él. Como si lo nuestro fuera, finalmente, una batalla campal para que el Malo logre, en nosotros, vencer a Dios. Para lo cual se hace con el mundo, con el poder del mundo; un mundo que nos arrastra a ser como dioses. Bueno, a ser como dioses solo quienes detentan el imperio, pero buscan hacernos a nosotros sus adoradores. Análogo a lo que se hacía con los emperadores romanos: se les ofrecía sacrificios, se les adoraba, no porque fueran inmortales, pues todos sabían que morirían, y en más de una ocasión los poderosos les arrastraron a la muerte. No, lo decisivo era el adorar al imperio en la figura del emperador, fuera este quien quisiera ser. Por eso se ofrecía el incienso. No era necesario ser creyente en nada, excepto en el propio imperio. Por eso todos los dioses debían estar sometidos al imperio. Imperio político y militar. Lo demás no importa. Por eso nadie puede dejar de adorar al emperador y ofrecerle incienso. Por eso, también, los cristianos se niegan a ofrecer ese incienso —pero, no seas tonto, si apenas es nada, no hay que creer siquiera en ello—, porque solo adoran al único Dios, el Padre de Nuestro Señor Jesucristo. Por eso, o se llega a un pacto con el emperio de alguna porción de los imperados para que se acepte no incensar la estatua del emperador, mas contando muy bien con que se estará esencialmente bajo su dominio, o se entabla una lucha a muerte con quienes solo adoran a Dios, y se les perseguirá con saña, como a Pablo, como a Jesús.

El Señor nos da su paz, esa contra la que el Príncipe del mundo revienta en guerra. Pero no tiene poder sobre Jesús. Es necesario, pues, que el mundo comprenda que amamos al Padre y que el Padre nos ama.