Hch 15,23-31; Sal 56; Ju 15,12-17

Ayer lo vimos. La cuestión ha sido zanjada. Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros, no imponeros más cargas que las esenciales. Por tanto, anunciadlo a todos y que quede escrito: no se habrá de molestar a los gentiles que se conviertan a Dios. Lo dictaminaron ayer los apóstoles en reunión plena. Tanto ellos como nosotros, nos salvamos por la gracia del Señor Jesucristo. Nada, pues, de imponer las pesadas cargas de la ley. El Padre ha enviado a su Hijo para que permanezcamos en su amor, no para imponernos las onerosas pesanteces de la ley.

¡La cruz de Cristo ha sido salvada! Momento decisivo, terrible. Es el Espíritu Santo quien les ha llevado a esta decisión. ¡La Iglesia de Dios está salvada! Será el amor de unos a otros la señal de que la cruz de Cristo nos ha redimido, y no el cumplimiento por nuestra parte de viejas reglas y viejos usos. Porque en ella se nos ha ofrecido el amor infinito de Dios para con nosotros en su Hijo. Amor sin límites. Amor de puro exceso. Obligar a circuncidarse a los gentiles que se convirtieran era símbolo de mera exterioridad; no signo de un amor rebosante. La interioridad del amor nos va a hacer posible una vida de seguidores de Jesús. No el ir todos vestidos igual o cumplir los mismos ritos, llevando el símbolo de esto en la carne a través de la circuncisión. Porque esta es una señal de carnalidad. Visible. Recordad que en los espantosos tiempos del nazismo bastaba con descubrirla en alguien para que este fuera llevado a los campos de exterminio. Era la señal inequívoca. Por eso no tenemos que ver el episodio del Concilio de Jerusalén, como se suele llamar, solo como un paso de un vivir meramente en las exterioridades de los símbolos, de los usos, de las costumbres, del comentario una y otra vez retomado de la Ley de Moisés, a las interioridades del amor con sus señales inequívocas. Sería demasiado fácil. Alguna vez tenemos la tentación de pensar que los judíos eran meros cumplidores de lo externo. Entre ellos los habrá, claro, pero también entre nosotros. No es ahí, en el cumplimiento moral de lo que cada uno es, donde está la verdadera cuestión. Esto es reducir la Revelación de Dios a mera moralina y, luego, a comparar unas moralinas con otras para ver quién gana.

El centro de la cuestión está en ver cómo se da en su completud el testimonio del amor. Por eso ha sido tan importante el ir viendo la insistencia de Jesús, y de todo el NT, en que en él, en su encarnación, en su vida, en su muerte, en su resurrección, en su ascensión y en el envió del Espíritu Santo, se ha dado cumplimiento definitivo a la Alianza de Dios con su pueblo. Incluso más, que en el Logos, el Verbo encarnado, se nos ha ofrecido también la plenitud de la creación y la de nuestro propio ser carnal. Recordad las maravillosas expresiones de Pablo sobre el gemido de la creación y el nuestro (Rom 8,18-23).

Hemos sido elegidos, en la cruz de Cristo, para ser la señal de ese cumplimiento. Él nos ha hecho conocer todo lo que ha oído del Padre. Soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure. Fruto de amor. Así pues, el cumplimiento de nuestra vida, como la de Jesús, es fruto del amor.