Hch 8;5-8.14-17; Sal 65; 1 Pe 3,15-18; Ju 14,15-21

Porque, si no es así. ¿de qué sirve todo lo nuestro? Serían meras palabrinas. El gentío escuchaba a Felipe en la ciudad de Samaría porque había visto con sus ojos los muchos signos que hacía. Escuchaban, pues, porque veían en él algo nuevo, quizá extraño, pero que les llamaba poderosamente la atención. Algo que conmovía a quienes, por ello, le prestaban su atención. Signos de vida, signos de curación. No encantamiento de serpientes, sino palabras que veían tras los signos de su vida. Y todavía faltaba lo esencial, pues solo estaban bautizados con agua en el nombre del Señor Jesús: que los fieles recibieran el Espíritu, para lo cual bajaron a esa ciudad Pedro y Juan, los dirigentes de la comunidad primera, la de Jerusalén. El bautismo de Juan había calado. Bautismo de conversión de los pecados, es verdad que hecho ahora en el nombre del Señor Jesús, pero carecían todavía de algo esencial, la venida del Espíritu a ellos por la imposición sacramental de las manos. Faltaba el tocamiento último, la palabra hecha carne en ellos se hace ahora carne salvada en Cristo por el Espíritu. Todavía encontraremos acá y allá en el libro de los Hechos creyentes que digan: no sabemos quién es el Espíritu. Les falta, por tanto, lo último y definitivo de la conversión por el bautismo, que el Espíritu de Jesús haga morada en sus cuerpos, haciendo de ellos su templo.

Llegados acá, ¿qué otra cosa podemos hacer? Aplaudir al Señor con todas nuestras fuerzas, que le aclamen cielos y tierra. Que todos vean en nosotros las proezas que él ha hecho con nosotros, porque no rechazó nuestra súplica ni nos retiró su favor.

Cuestión de amor. De ahí el condicional de Jesús. Si le amamos. Ahí está el centro de nuestro comportamiento, de la transformación de nuestra vida, Todo lo demás es agua de borrajas, no vale, nada significa. Porque si le amamos, guardaremos sus mandamientos. Mandamiento único, el del amor. Amarnos unos a otros como él nos ha amado. Será él, ahora, quien le pedirá al Padre, su Padre y Padre nuestro, ¡diferencia maravillosa!, que nos dé otro defensor, el Espíritu de verdad. Sin que este venga a nosotros, nada hemos terminado, nada hemos cumplido. ¿Cómo sabremos de él? Fácil, muy fácil, porque estará con nosotros, dentro de nosotros. Será él quien ore en nosotros gritando: Abba, Padre. Jesús nos anuncia que ha de marchar al Padre, para seguir viviendo en él, pero no nos dejará solos. Será él quien nos haga patente de qué manera Jesús está con su Padre y, sin embargo, cómo nosotros estamos con él. La juntura de esos extremos será el Espíritu que se nos dona para que esté en nosotros, de manera que nosotros estemos allá donde Jesucristo ha subido. El amor será la fuente de esa juntura. Un amor que se nos dona con la imposición sacramental de las manos divinas que nos tocan. Y estaremos en su amor si guardamos sus mandamientos. Mandamiento del amor. Y si lo amamos, el mismo Padre nos amará. Revelación de amor.

Cuánta razón la primera carta de Pedro cuando nos dice que, glorificando en nuestros corazones a Cristo Jesús, ¡siempre él!, estemos prontos para dar razón de nuestra esperanza a todo el que nos la pidiere. ¿Cómo tendríamos miedo, escondiéndonos entre “los nuestros”? Debemos dar cuenta de lo que somos, porque vivimos en el amor de quien es Palabra y Razón.