En los días anteriores hemos escuchado, en la primera lectura, el sufrimiento de Abrahán y de Sara por no tener un hijo. Hemos visto como Sara entrega a su esclava Agar a su marido para que esta conciba y de la unión nació Ismael. Sin embargo los celos pueden con Sara, que no quiere al hijo de Agar. Hoy escuchamos el relato del anuncio del nacimiento de Isaac.

A la sombra de la encina de Mambré tres personajes misteriosos, en los que se prefigura la Trinidad, acuden a visitar a Abrahán. Este los acoge con hospitalidad. Sorprende como los agasaja. No sólo les ofrece agua y la posibilidad de descansar un poco sino que les ofrece un verdadero banquete. Había pasado mucho tiempo desde que el Señor le prometiera al patriarca que le daría una descendencia numerosa y, sin embargo, la fe no se había apagado en el corazón de aquel hombre. Prueba de ello es la generosidad con que recibe a los extraños visitantes. La vocación que recibimos de Dios, si somos fieles a ella, no sólo nos ayuda a responder a una llamada concreta, sino que nos mueve a saber tratar mejor a todos los que nos rodean. Antes de concebir el corazón de Abrahán es ya el corazón de un padre. De ahí su solicitud y su respuesta inmediata a las necesidades de aquellos hombres. Su corazón esta dispuesto para acoger a todos los que necesiten su ayuda sabiendo preveer sus necesidades. De hecho él ha sido destinado a ser padre de una multitud de pueblos. Va ser padre de Isaac pero también de muchos otros hombres. En cierto sentido prefigura a la Iglesia que acogerá a todos los pueblos dándoles lo que estos necesitan.

La generosidad del patriarca es correspondida con un anuncio inesperado: Sara, a pesar de su vejez, va a concebir un hijo. Ella sí que duda y por eso se ríe. Sin embargo eso no impide el designio de Dios. La duda de Sara es absorbida por la fe de Abrahán. En el salmo rezamos con el Magníficat, donde se recuerda que Dios ha obrado “a favor de Abrahán y su descendencia para siempre”. Estas palabras de la Virgen nos señalan como muchas cosas en la historia suceden por la fe de algunos. Son como piedras en las que se apoya Dios para intervenir en bien de los hombres. Lo fue la fe de Abrahán, a pesar de la risa de Sara, y lo será después María, con su aceptación incondicional de la voluntad de Dios. También nosotros hoy estamos llamados a participar de esa fe, atrayendo a las personas que viven en el escepticismo y dando testimonio de que no hay nada imposible para Dios.

En el evangelio también encontramos algo parecido. Jesús cura al criado de un centurión “apoyándose” en la fe de este. Descubrimos el valor de la fe, que abre sendas a la misericordia de Dios. Ciertamente todo es gracia, pero la fe que nos es dada debemos vivirla ejerciéndola. Por eso la fe conlleva también una verdadera preocupación por los demás. No separa del mundo, sino que penetra en lo más profundo del mundo para unirlo con Dios. Lo hace Abrahán alimentando a los viajeros cansados y también el centurión que sufre al ver a su criado enfermo y con dolor. La fe, por tanto, es como un canal que Dios establece a través nuestro para llevar su misericordia a todos los hombres. De ahí que debamos vivirla intensamente para que el amor de Dios, que nos salva, alcance también a los demás hombres.