Gé 46,1-7.28-30; Sal 36; Mt 10,16-23

Porque te he visto en persona, exclama Jacob al ver, por fin, a su hijo José, al que por tanto tiempo creyó muerto. Con él, pues, cantaremos con el salmo que es el Señor quien salva a los justos. Tú, haz el bien, y confía en él, sea el Señor tu delicia, y será él mismo quien te dé lo que pide tu corazón. Tú, apártate del mal y haz el bien, que no se agostará tu corazón, y tendrás siempre una casa en donde habitar. El Señor nunca abandona a quienes le son fieles; siempre libra a los que le claman. ¿Cómo lo ha de hacer el Señor? No sabemos, mas no importa. Suele utilizar rutas que se adentran en nuestra propia historia, insospechadas para nosotros, pero que son seguras. Va preparando nuestros caminos desde lejos. No somos capaces de darnos cuenta de ello, pero así es. Solo pide de nosotros la humildad de la fe, la confianza segura de que él nunca deja de su mano a los que se tornan a él, por pobres que fueren. De que es él quien nos hace justos, pues a nosotros no nos cabe sino la súplica, la confianza que nunca se rompa, aunque pueda parecer excesiva, porque ya las cosas se hayan perdido y él nos haya dejado para siempre de su mano.

Que nos dejemos enviar por él. ¿Cómo, yo?, pero si apenas he salido con la confianza segura de que tú estás conmigo. De que no me has de abandonar en ninguna circunstancia. De que, entonces, solo pides de mí que vaya por los caminos que tú me pones delante, Señor. Con la certeza de que me has de librar de los lobos que me asalten. Como ovejas entre lobos. Ay, si apenas ahora mismo recobraba esa humilde confianza que en ti tengo, y me alcanzaba la certeza de que eres tú quien nunca me has de abandonar, por más que las circunstancias parezcan adversas, ¡y lo sean! ¿En quién he de fiarme? Solo en ti, Señor. Y precisamente por eso, por la humilde confianza que en ti tengo, me han de perseguir, como lo hicieron contigo. Y como tú, me habré de refugiar en la humilde fe de esa confianza. ¿Será fácil? Seguramente no. Tampoco fue fácil para María tu madre. En toda circunstancia confió en que el Padre nunca la abandonaría, porque nunca te abandonó a ti, que eras el Hijo. ¿Será fácil? Seguro que no. Pero me echaré en tus brazos y diré lo que tú pongas en mis labios, porque tu Espíritu no me abandonará nunca. Será él quien ponga sus palabras en mi boca. Una lucha sin cuartel. Nos perseguirán, vendrán contra mí. ¿Qué hacer?, ¿qué haré?, ¿de qué manera responderé a las acciones y a las palabras que salten sobre mí?

Sí, en ti, Señor Jesús, fue humillación, una humildad humillada. Te llevaron por delante, se hicieron contigo en la cruz. Y fue eso, precisamente eso, lo que levantó a nuestra humanidad caída. Ahí, en ti, en ese dejarte hacer sabiendo que el Espíritu del Padre nunca te habría de abandonar, sin perder jamás la confianza en tu Padre, donde encontramos nuestro refugio. Puestos ahí, a la sombra de tu cruz, sabemos que el Espíritu que te sostuvo nos sostendrá, provocando en nosotros las respuestas adecuadas, las acciones que deberán entonces ser las nuestras. Ahí, a la sombra de tu cruz, nunca te abandonaremos y jamás tendremos miedo, porque tú siempre estarás con nosotros.