En un sector del judaísmo, en tiempos de Cristo, se había falsificado el sentido de la ley mosaica. El tema era reducir la verdad religiosa a las prácticas exteriores descuidando la misericordia. En ese contexto se entiende la polémica que introducen los fariseos al preguntar a Jesús por el descuido de sus discípulos que no se habían lavado las manos antes de comer.

La enseñanza de Jesús es muy clara: lo que mancha al hombre no es lo que entra en su boca sino lo que sale de ella. Es decir, lo que nos hace impuros es la decisión de nuestro corazón. La Iglesia siempre ha enseñado que para que exista pecado es preciso que intervenga la voluntad. Por eso todo acto que ofende a Dios ha de ser deliberadamente consentido. Es muy distinto si alguien toma el paraguas de otro por descuido a sí, intencionadamente, decide apropiarse de él porque le gusta más que el suyo o por causar daño. La diferencia, en una acción que exteriormente podemos juzgar como idéntica, está en la intención del corazón. Por eso para que haya pecado se nos dice que hemos de actuar con conocimiento de lo que hacemos (no estar dormidos, distraídos o enajenados) y consentimiento (decidiendo ejecutar tal acto).

Sin embargo la enseñanza del evangelio de hoy nos previene en otra dirección. Aun cuando las acciones verdaderamente humanas tengan que nacer de dentro, no hemos e caer en el formalismo (pensar que la simple ejecución de obras buenas nos hace buenos). Para que sea así hemos de ser nosotros buenos. No es lo mismo dar limosna por generosidad que hacerlo por quedar bien,

Tampoco hemos de pensar que el mal proviene de fuera. Las desgracias o el daño pueden, como dice Jesús, en otro pasaje, matar el cuerpo, pero no destruir el alma. Somos nosotros los que nos vamos disponiendo, con nuestras actitudes, al bien o mal moral. No podemos tampoco considerar que nuestra infelicidad depende fundamentalmente de las circunstancias con las que nos encontramos. Por el contrario, la posibilidad de ser feliz va unida íntimamente al amor que somos capaces de dar. Si amamos nuestro corazón experimenta gozo, pero si no lo hacemos, entra en melancolía o se vuelve amargo.

Por eso siempre se ha dicho que la gran lucha que hemos de librar no es contra los elementos, sino por el dominio del propio corazón. Es en él donde se van formando los pensamientos impuros, el resentimiento, la autosatisfacción, el deseo desordenado de riqueza, la ambición que no corresponde…

Dominar el propio corazón no es tarea fácil. Por ello hemos de suplicar constantemente a Dios para que nos ayude con su amor. Muchas veces deseamos cambiar el mundo, o incluso lo que rodea nuestra vida cotidiana, buscamos otras amistades o ambientes… pero todo ello no sirve para nada si, finalmente, no n os decidimos, con la ayuda de Dios, a limpiar nuestro interior.

Que la Virgen María, que acompañó a su Hijo durante toda su vida y vivió momentos tan difíciles con paz interior, nos ayude en esta empresa.