Is 56, 56, 1-6-7; Sal 66; Rom 11,13-15.29-32; Mt 15, 21.28

¿Quiénes son los primeros? ¿Fueron reprobados los judíos y por eso fuimos llamados los gentiles? No, imposible, ¿cómo iba a ser reprobado el pueblo elegido, aquel con quien el Señor Dios estableció su Alianza para siempre, quien para ser reconocido de su pueblo se presenta a Moisés diciendo: Yo soy el Dios e tus padres Abrahán, Isaac y Jacob? Y sin embargo, tras el derrumbe de los judíos por las tropas romanas, una parte decisiva de aquel pueblo, la que correspondía grosso modo a los fariseos, no aceptó a Jesús. ¿Un judío? Bueno, sí, finalmente, ¿por qué no?, ¿no lo era? Pero ¿aquel en quien el Dios invisible se hace visible?, Mira, no, eso no: para nosotros esa visibilidad se nos da en la Torá, en la Ley, y en ninguna otra cosa o persona. Entonces, ¿qué decir ante esta negación de reconocer el Señorío de Jesús por parte de aquellos descendientes de judíos cumplidores a rajatabla de la Ley? Los capítulos 9-11 de la carta a los Romanos se plantea con dolorosa fuerza esta problemática. Los dones y la llamada de Dios son irrevocables. La presencia de Dios entre nosotros se da también en la carnalidad de los judíos, el pueblo de la Alianza. Una presencia que, sin embargo, solo alcanzará su plenitud en los últimos tiempos, cuando todos converjamos, reuniéndonos ante el altar del Cordero. Todos los pueblos, al final, serán atraídos al monte santo. Y será allá donde celebraremos todos reunidos el sacrificio del Cordero. Aquel que es nuestro Salvador y nuestro Redentor. No miraremos hacia atrás para ver si ese pueblo u otros se han venido a nuestro camino, aceptando al Mesías Jesús, porque encontraremos cómo convergen a ese templo que es su carne, casa de Dios, casa de oración. En ese momento todas las naciones cantarán con alegría. Todos los pueblos alabarán a Dios. Entenderemos entonces que el título de Mesías, tomado en el contexto de su Ley, no era definitivo. Hijo. Yo soy. Señoría de Dios. Sacrificios y holocaustos, pero en un modo definitivamente nuevo. Único. La sangre del Cordero. Hacia él confluiremos todos; en él nos reuniremos todos. Y los judíos serán esenciales en ese camino de convergencia. Serán como la prueba del nueve, donde quedará probado el Señorío de Jesús, el judío.

Señor socórreme. Es verdad que solo fuiste enviado a las ovejas descarriadas de Israel. Y aquí tienes masas de gente que te buscan. Señor socórrenos. Venidos de todos los lugares. Como en una vaga excursión. Atraídos por algo que no saben bien qué es. Con conciencia segura de un acontecer que les sobrepasa. Sabiendo muy bien que lo suyo no puede ser una vida meramente individual, epidérmicamente colectiva, en los puros frotamientos de la carne, como si no hubiera más horizonte que circunvala su vida. Nadie quiere dejar de ser ese individuo que es, pues abandonaría su ser persona, pero comprende, viendo las masas de jóvenes que se reúnen, que hay una colectividad, la de la Iglesia, en la que se recibe a Jesús, el Cristo, nuestro Señor —para decir con Tomás al final del Cuarto evangelio: Señor mío y Dios mío—, en la que se encuentra la autoridad, no la de quien manda, sino de quien señala el camino y muestra a Jesús, la de quien tiene palabras que, en la sacramentalidad de la carne, son palabras de vida eterna.

Qué grande es vuestra fe, que se cumpla lo que deseáis. Un deseo de convergencia.