Jue 11,29-39a; Sal 39; Mt 22,1-14

Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad. El voto insensato de Jefté al Señor, con objeto de ganar una batalla, hace que sea su hija, su única hija, quien quede destinada a la muerte. Ay, hija mía, qué he hecho. Cumple la promesa que hiciste al Señor, pero antes déjame que por dos meses vague por las montañas con mis amigas, porque quedaré virgen. Acabado el plazo, volvió a casa, y su padre cumplió con ella el voto que había hecho. Impresionante. Quedó virgen lo que para los israelitas era un terrible desdoro, pues era obligación esencial tener hijos para dar continuidad al pueblo de Dios. Y tras la virginidad, la muerte.

Pero ahora, en tiempos de Jesús, las cosas tienen un cariz muy diverso. Porque decimos, aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad. Y podemos decirlo, pues, antes que nosotros, Jesús, el Hijo, lo dijo. Permaneció virgen y murió en la cruz. ¿Qué misterio tremendo es este? Lo que parecía un desdoro inmisericorde, se ha convertido para nosotros en el principio mismo de nuestra salvación. El Señor a quien quiere, al decirle: Sígueme le marca dos caminos, que son uno solo: la virginidad y la cruz. Entiendo que virgen solo puede ser la mujer, pues la virginidad es cuestión carnal, pero también para aquel que le diga: Sígueme, aun siendo un varón, más si es una mujer, le muestra el camino del celibato y de la virginidad. Camino que está ligado de modo estrecho con el de la cruz. Jesús solo miraba a su Padre, la oración era parte decisiva en su vida; una oración que siempre la dirigía a él, su Padre. Una oración a él, pero que nos tiene a nosotros por destinatarios. Ora a su Padre por nosotros, para que desde él, venga a nosotros su gracia y su misericordia, de modo que su ser virgen y la cruz sean para nosotros. Un ‘de’ y un ‘para’ que dan todo su espesor a la vida de Jesús. Viene desde el Padre, a quien ora de continuo, para entregarse a nosotros por medio de su vida y de su muerte. Una vida virgen, él que era de madre virgen. Su entrega a nosotros, viniendo desde el Padre, es total, todo lo dedica a su misión, al reino de los cielos, al reinado de Dios, sin falla, sin resquicio, sin tiempo libre, sin guardar nada para sí mismo. Su vida es entrega total, un ‘desde Dios Padre’ que lleva a un ‘por nosotros’. Ahí está su ser Hijo. Siendo carne, como nosotros, en todo igual a nosotros, excepto en el pecado, su carne no se manchó, como no fuera por la sangre y el agua que salieron de su costado con la lanzada.

El Sígueme es para todos, lo vemos en el encuentro en Madrid, pero a algunos, los que él elige, aquellos a quienes él predestina, esa palabra tiene contenido de virginidad y de cruz. Porque les pide estar siempre con él, hacer siempre lo que él hace. Tomar sus maneras. Vivir de modo especial ese parecerse a él en el ser virgen y en el tomar la cruz. Para que la vida entera pase por él. La vida de todo cristiano pasa por él, es verdad. A algunos, a quienes él quiere, les llama a una vocación especial, difícil —¿qué vocación no lo es?—, que dura una vida entera, que a uno le deja en la soledad de su entrega;

que le hace vivir en su carne la cercanía de su misma carne. Soledad eucarística.