Rut 2,1-3.8-11; 4,13-17; Sal 127; Mt 23-1-12

Cuando se ve reunida una muchedumbre de cristianos, más aún si es, como ahora, de cristianos jóvenes, se ve palpablemente la realidad de estas palabras de Jesús. Ahí tenemos la unión de todos en fraternidad, desde el primero hasta el último, todos somos hermanos, y lo vemos en el juntarse desde las cuatro esquinas del mundo y reunirse en una única celebración eucarística. Un solo pan. Una sola copa. Agua bautismal y sangre eucarística que salen del costado traspasado de Cristo en la cruz, y que nos hace a todos solidarios en la fraternidad. Hermanos del mismo Hijo. Hijos del mismo Padre nuestro. Un solo Padre Dios que nos envía a su Hijo. Desde el Padre, el Hijo viene a nosotros para hacerse con nosotros, para redimirnos. Un nosotros de solidaridad, de unidad, pues una única Iglesia. La misión del Hijo es desde el Padre, para nosotros. Hay una corriente de gracia y redención que viene desde el Padre y se derrama en nosotros, a través de la palabra y de la acción de Jesús, pues todo lo que él es lo es para nosotros, por el fuego del Espíritu que se adentra en nuestros corazones para, desde él, gritar, orando: Abba, Padre.

El ‘de’ y el ‘para’ —desde el Padre, para nosotros—, indican la torrentera del camino de gracia que se nos dona a través de Jesús, depositario de ambos; el ‘de’ indica desde dónde viene, el ‘para’ señala el a donde va; es para nosotros, para que, siempre en el Espíritu, por medio de la palabra y la acción de Jesús, el Espíritu del Padre y del Hijo, habitando en nosotros, nos lleve con el fuego de su amor al Padre, pasando siempre de nuevo por el Hijo, por su seguimiento, por la contemplación redentora de su cruz, por la sacramentalidad de nuestra carne, es decir, por la participación en la sacramentalidad del pan y del vino eucarístico, por la sacramentalidad de la materia en su despliegue de belleza —que es siempre participación en la Gloria misma de Dios—, por la sacramentalidad de la pertenencia a la Iglesia de Dios, que es la Iglesia de Cristo. Todo se nos da a su través. En él, en su moverse entre el ‘de’ —desde el Padre— y el ‘para’ —para nosotros—, siempre en la fuerza de su Espíritu, Dios se nos hace visible. El Invisible se hace visible. Visible en el pan y el vino. Visible en la fraternidad, visible en la Iglesia, visible en la sacramentalidad de la belleza, visible en su creación, en los que buscan a Dios, en los que no lo hallan. Visible en quien solo a él tienen, en los pobres, en los necesitados, en los moribundos, en los pequeños, en los perseguidos, en los asesinados, en los que sufren las guerras y padecen el hambre. Visible en el cuerpo de Jesús clavado en la cruz. Visible en su resurrección y ascensión a lo alto, junto al Padre. No hay otro lugar en el que el Invisible se haga visible en su completud. Es en ese lugar, y no en cualquier otro, donde se nos dona la plenitud de nuestro ser. Por eso, mirando al crucificado, siguiéndole en el camino de la cruz, llorando nuestras negaciones con las tres preguntas: Me quieres, a las que respondemos, llorando: Tú sabes que te quiero, Señor, se nos ofrece la plenitud ética de lo que podemos ser.