1Te 1,1-5.8b-10; Sal 149; Mt23,13-33

Porque los que ayer estaban en las campas junto a Benedicto XVI forman la Iglesia que estaba congregada en Dios Padre y en Jesucristo el Señor (como traduce Manuel Iglesias). Por eso quedaba plasmada ahí la Comunión, la Iglesia como comunión de fieles, sacerdotes y obispos, reunidos en torno al papa. No es otra cosa la Iglesia. Pero hoy, tras días fastuosos, comenzamos un momento nuevo; aunque congregados en Dios Padre y en Jesucristo, nos dispersamos cada uno a nuestro lugar, con sus afanes, con su cuotidianidad, con su propia soledad, donde todo puede parecer menos  real, o, mejor, de realidad más menguada, menos exaltante. Ahora es cuando nos jugamos la comunión.

Las palabras con las que comienza la primera epístola de Pablo a los Tesalonicenses tienen especial importancia para indicarnos quiénes somos y cómo somos eso que somos, pues se trata de las primeras palabras del NT, las más antiguas —descontando algún himno litúrgico que el mismo Pablo recoge en sus escritos—: estamos congregados, aunque fuere en la lejanía y el desperdigue en el que vivimos nuestra vida de todos los días. No acontece, pues, que nuestra realidad sea ese estar cada uno por su lado, ya que, aunque así fuera, vivimos en comunión, seguimos viviendo en la comunión que sentimos en las campas de Cuatro Vientos. No fue un momento sin pasado ni futuro, un mero presente que duró tan poco. En nuestros más allás viviremos la fuerza increíble de la Comunión en la fraternidad de los hermanos y de las hermanas reunidos, porqque esa fuerza continúa en nosotros: la fuerza del Espíritu. Es él quien nos hace vivir la comunión, porque él es Comunión. Comunión en el Padre y en el Hijo, que nos reúne en un solo cuerpo, un solo pueblo que él anima y dirige: en la Iglesia.

En la dispersión, como en Pentecostés, se vislumbra la fuerza increíble del Espíritu. Es él quien nos sostiene y unifica; es él quien hace realidad en nosotros el mandato de ir por todo el mundo para predicar la Buena Nueva. Tras Pentecostés debe venir la dispersión por el mundo entero. Es lo que nos acontece hoy a nosotros. Es verdad, sobre todo para los que son más jóvenes, el momento de las despedidas es de tristeza infinita, pero aunque los cuerpos se alejen, la realidad de la vida nos une más y más. Porque nos une en una sola voz que, en cada uno de nosotros, en nuestras más íntimas interioridades, pero también en la comunión que somos, en nuestra palabra y nuestra acción de difundir la persona de Jesús, su Cuerpo, del que formamos parte, su Pueblo, en un caminar sin pausa hacia el Padre, grita en nuestro interior: Abba, Padre.

Y nos separamos con una advertencia del Señor Jesús, aunque solo fuere en la casualidad del evangelio que leemos hoy en la celebración eucarística. Cuidado, que el ejemplo de los escribas y fariseos puede conseguir que todo se escache, cuando, olvidándonos de él, mandamos y manejamos a quienes predicamos cerrando a hombres y mujeres el reino de los cielos. ¿Cómo lo haremos? Cuando nos miramos más a nosotros y a nuestro ombligo, cuando pensamos que, para ser de Jesús, todos tiene que ser como yo soy, cuando queramos ganar prosélitos para convertirlos en una parte de “los nuestros”.

María Virgen, reina en nuestros corazones para que imitemos tu humildad asombrosa, por la que dándole carne al hijo, el Hijo se encarnó.