Santos: Mónica, Margarita, viudas; Antusa, Carpóforo, mártires; Marcelino, Manea, su mujer e hijos: Juan, Serapión, y Pedro, mártires; Cesáreo, Licerio, Siagrio, Rufo, Narno, Juan, obispos; Hugo, Sabas, Alejandro, mártires; Eulalia, virgen y mártir; Pemón, anacoreta.

Ejemplo de madres santas y también intercesora de esposas y madres en apuros.

Conocemos los datos biográficos exclusivamente por el testimonio escrito de su hijo en las Confesiones y en Diálogos. Se sabe que nació en Tagaste, ciudad de Numidia –actual Argelia– en el norte de África, en torno al año 332.

Sus padres eran cristianos y la posición económica era de desahogo en la casa. Una criada fuerte y honesta la cuidó durante su niñez, colaborando plenamente con las directrices de los padres; le inculcó capacidad para el sacrificio, le enseñó el valor de la austeridad y le hizo ver la necesidad de adquirir una piedad a toda prueba, ayudándola igual con el ejemplo que con las palabras; fueron elementos espirituales valiosísimos que le harían mucha falta en el futuro de su vida, como casada y, luego, como viuda. Contrajo matrimonio con Patricio, que era pagano; sin muchos bienes de fortuna, se ganaba la vida como empleado del municipio; sus frecuentes enfados casi siempre terminaban en estallidos de cólera y también era mujeriego. Basta con estos dos rasgos para hacerse una idea de los sufrimientos de Mónica, tan extraña a semejantes situaciones por lo delicado de su educación. Pero supo tratarlo con dulzura, sin perder la calma, con buen humor, afinando el tacto y midiendo los gestos y palabras, hasta conseguir que cambiara su conducta. Su suegra, que igualmente era pagana, tampoco la miró con buenos ojos al principio del matrimonio por prestar oídos a los comentarios irónicos y maldicientes que los criados hacían contra la nuera; pero también cambió. Entre las amistades de Mónica llegaron a comentar sus amigas, con asombro y admiración, el cambio que se estaba produciendo en su casa.

Tuvieron tres hijos. El mayor, Agustín, que nació en el año 354 y fue inscrito enseguida en el catecumenado, paso previo y necesario al bautismo; pero, por la costumbre entonces vigente, se dilató hasta su mayoría de edad, con consecuencias nada favorables para el chico, que se vio envuelto en graves desórdenes morales. Le seguía Navigio, que vivió siempre en la casa paterna hasta que se casó. Luego venía la hija, que llegó a regir un monasterio cuando enviudó. El cabeza de familia, Patricio, falleció alrededor del año 371, ya convertido al cristianismo y esto fue alegría para Mónica, pero su quebradero de cabeza permanente eran los derroteros por donde caminaba su hijo Agustín, que la hicieron llorar mucho; ella hacía lo que estaba en su mano y no podía hacer más: orar, esperar en Dios y dar el oportuno consejo cuando Agustín estaba dispuesto a recibirlo.

Hubiera querido que su hijo no se marchara a Roma; no lo consiguió y a Italia lo acompaña encontrándose con él en Milán, cuando ya Agustín ha tomado contacto con el obispo Ambrosio y comienza a entusiasmarse con la fe cristiana, en donde empieza a ver que está la verdad. También se incorpora a los sermones del santo obispo que tanto cambio estaban produciendo en el alma de su hijo. Una vez que se produjo la conversión y recibió el bautismo, decidieron madre e hijo el regreso a la patria; pero los planes humanos no siempre aciertan con los de Dios, y en Ostia muere Mónica el año 387, conversando cosas sobre el Cielo, cuando contaba cincuenta y seis años, con la plena sensación de haber cumplido («mis esperanzas en este mundo ya se han cumplido») su encargo.

Pidió ser enterrada allí mismo y Agustín cumplió su voluntad.

El culto a la santa empezó en la Iglesia en tiempo tardío, cuando el canónigo regular Gualtero traslada sus restos a Arrouaise, en Francia, en el siglo XII; hoy descansan en Roma en la iglesia de San Agustín.

Quizá no sea vano dar ánimos desde este santoral a ese numeroso y anónimo club de madres creyentes, disperso por el universo mundo, que van amasando en su interior cada día preocupaciones similares a las de santa Mónica por tantos y tan grandes problemas familiares. Quizá sea el momento de animarlas a ser pacientes, que Dios tiene sus horas para los maridos tozudos, descreídos o descaminados. Quizá no sea malo decirles que es conveniente mantenerse en paz. Quizá sea oportuno decirles que se pongan a rezar mucho por sus hijos, que Dios puede más. Quizá venga bien recordarles la necesidad de ir por delante con el ejemplo, la alegría, la piedad y el consejo. Quizá no se enfaden si alguien les dice que las lágrimas sirven y hasta pueden ser joyas de amor y bondad. Quizá, mirando a Santa Mónica, descubran en el horizonte nuevos remansos serenos, sin tempestad… quizá, quizá san Agustín no hubiera llegado a ser lo que fue si no hubiera tenido esta madre con un corazón tan excepcional.